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Son pocos los autores que abordan la conexión entre democracia y totalitarismo. El presente artículo se propone analizar esta cuestión mediante un repaso de las principales contribuciones realizadas hasta la fecha, lo que servirá para contextualizar las reflexiones ulteriores que pretenden plantearse desde una perspectiva ideológica anarquista, algunas de las cuales ya fueron avanzadas en “Anarquía versus democracia” y en “Democracia: Dictadura de las mayorías”. En este sentido, lo que aquí pretende dilucidarse es si existe una relación de continuidad entre la democracia y el totalitarismo. Es decir, se pretende indagar si la democracia, como sistema político, alberga las condiciones necesarias para originar una sociedad totalitaria. Esta pregunta pretende ser respondida desde el punto de vista de la teoría política y contrastada con el análisis de un caso concreto en el Estado español. De esta forma, se busca contraponer la anarquía con la democracia.

 

Las conexiones entre democracia y totalitarismo

 

Uno de los autores de referencia que ha explicitado la relación entre democracia y totalitarismo es Giorgio Agamben, quien en su libro Estado de excepción lleva a cabo un pormenorizado estudio sobre la suspensión del orden jurídico en el marco de las democracias liberales o representativas. De esta forma, Agamben señala que este tipo de regímenes políticos disponen de un mecanismo, el estado de excepción, a través del que el orden jurídico es suspendido y eliminadas las limitaciones legales del poder ejecutivo para que este pueda operar sin restricciones. La suspensión de los derechos y libertades reconocidos por el orden constitucional tiene un carácter provisional y exterarodinario, y se produce en contextos de emergencia ante una amenaza existencial para la comunidad política, lo que exige medidas urgentes y drásticas que no pueden ser adoptadas en el marco del orden jurídico ordinario.

 

Así pues, los estados de excepción responden a una política securitaria en la que un determinado acontecimiento es presentado como una amenaza existencial e inminente para alguien (el conjunto de la población, un grupo social, el propio Estado, un individuo, etc.), de forma que es preciso aplacar la amenaza con la mayor celeridad posible con medidas necesariamente extraordinarias. Por esta razón puede hablarse de una política de la excepción en la medida en que los cauces ordinarios de la política quedan suspendidos provisionalmente, y con ellos las trabas legales y burocráticas. Inevitablemente, este tipo de política implica que el Estado aumente sus poderes y que haga un uso extraordinario y extensivo de la violencia para restablecer la seguridad.

 

El punto de vista de Agamben tiene relación con los denominados procesos de securitización a los que se refirieron Barry Buzan, Ole Wæver y Jaap de Wilde en su obra Security: A New Framework for Analysis, la cual se inscribe en el marco de los estudios críticos de seguridad. Este tipo de procesos reflejan la dinámica expansiva del funcionamiento del Estado en situaciones de crisis. Sin embargo, la conexión que Agamben establece entre democracia y totalitarismo radica en cómo el uso del estado de excepción condujo al establecimiento de regímenes totalitarios tanto en Italia como en Alemania. Esta herramienta jurídica recogida en el ordenamiento constitucional de las democracias liberales conllevó la suspensión del imperio de la ley, lo que permitió a las autoridades aprobar normas de manera unilateral sin necesidad de ratificación alguna por los órganos legislativos.

 

En Alemania el artículo 48 de la constitución de Weimar fue utilizado para establecer el estado de excepción en 1933 con motivo del incendio del Reichstag, lo que implicó la suspensión de la mayor parte de derechos y libertades. Esta medida permitió la eliminación de la oposición política en la naciente Alemania nazi, y con ello la posterior aprobación de la denominada ley habilitante que permitió a Adolf Hitler gobernar por decreto sin necesidad del Reichstag. Así, una cláusula constitucional que inicialmente había sido concebida para ser utilizada de manera provisional en momentos de crisis, sirvió para sentar las bases de un sistema totalitario a través de los cauces establecidos por el propio sistema democrático liberal.

 

Agamben no sólo plantea la relación entre democracia y totalitarismo en términos jurídicos, sino que su aproximación también incluye una perspectiva asentada en la filosofía política. Esto es lo que se desprende de su disquisición acerca de la biopolítica en su trabajo titulado Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. En esta obra afirma que la vida biológica se ha convertido en un hecho político decisivo, algo que puede constatarse en el pensamiento político de autores modernos como Thomas Hobbes, Samuel von Pufendorf o John Locke, entre otros, quienes se refirieron a la existencia de un estado de naturaleza primigenio, el cual constituye la referencia y punto de partida para pensar la organización y el funcionamiento de la sociedad a partir de las pasiones humanas. Este razonamiento ha sido decisivo en la medida en que significó la transformación del espacio político en uno biopolítico que fusiona la “bíos”, en referencia a la forma o manera de vivir propia de un individuo o de un grupo, con la “zoé” o nuda vida, es decir, el simple hecho de vivir con relación a todos los seres vivos.

 

Por tanto, distintas concepciones del estado de naturaleza entrañan, a su vez, diferentes modelos de sociedad. Sin embargo, la premisa común de todas estas concepciones es el hecho de haber convertido la vida, considerada como nuda vida, en un hecho político fundamental. Esta politización de la vida no encuentra límites más allá de la vida misma considerada en términos puramente biológicos, de manera que existe una contigüidad entre democracia y totalitarismo en la medida en que la vida es el objeto central de la política. Como consecuencia de esto lo que está en juego en ambos casos es determinar qué tipo de organización es más eficaz para garantizar el cuidado, control y disfrute de la nuda vida. Así se explicaría, entonces, la rapidez y la facilidad con la que la democracia puede transformarse en totalitarismo y, a su vez, el totalitarismo identificarse con un tipo específico de democracia.

 

Lo anterior explica las coincidencias entre democracia y totalitarismo en cuanto al ámbito de actuación del poder político que tiende a extenderse a todas las áreas de la vida humana. Innumerables leyes, tanto en sistemas democráticos como totalitarios, gobiernan al individuo y convierten su vida en un recurso, instrumento y objeto de la política de las autoridades. Si bien este es un aspecto compartido por ambos sistemas, ello descansa en el hecho de que la vida es el fundamento de la política, lo que permite a Agamben establecer una relación directa entre la Ilustración, a través de la filosofía de los derechos del hombre y las declaraciones que los recogen, y el totalitarismo. Así, la legitimidad y soberanía del Estado dependen de la vida natural que es introducida en el ordenamiento jurídico. De esta forma, el simple nacimiento es fuente y portador de derecho y soberanía, todo lo cual fue materializado por la revolución francesa.

 

La revolución francesa hizo del nacimiento el principio de soberanía, lo que estuvo asociado a la aparición de la nación como concepto político, el cual deriva etimológicamente de la palabra latina “nascere” que significa nacer. Así es como el nacimiento pasó a ser identificado con la nación, una ficción política en la que el cuerpo político lo conforma el cuerpo de las personas que integran la nación que es, desde entonces, el sujeto soberano que constituye el fundamento del Estado-nación. Los totalitarismos del s. XX simplemente se limitaron a asumir esta misma premisa política instaurada por la revolución francesa para redefinir las relaciones entre el hombre y el ciudadano.[1] Tanto el fascismo como el nazismo problematizaron esta relación a la hora de determinar quién es ciudadano y quién no lo es. Las leyes de Núremberg en Alemania y las leyes raciales fascistas en Italia ejemplifican este fenómeno, de tal manera que no son inteligibles si no se sitúan a la luz de ese trasfondo biopolítico iniciado por la soberanía nacional y las declaraciones de derechos durante la revolución francesa.

 

Otro autor que contribuyó a establecer una relación directa entre la democracia y el totalitarismo es Carl Schmitt. Schmitt es considerado el principal teórico del estado de excepción con su obra La dictadura, concepto que posteriormente desarrolló en su trabajo Teología política. Sin embargo, la relación que Schmitt establece entre democracia y totalitarismo sigue otro camino distinto del planteado por Agamben.[2] Así, el jurista alemán, en su objetivo de diferenciar el parlamentarismo de la democracia, establece que la democracia real conlleva la eliminación o destrucción de lo heterogéneo y el establecimiento de la homogeneidad en tanto consumación de la igualdad sustantiva que esta lleva aparejada. Para ilustrar su punto de vista Schmitt se refiere a las medidas adoptadas en algunos países, como Turquía con la expulsión de griegos, o Australia con sus leyes inmigratorias, para asegurar una cierta homogeneidad social en un determinado ámbito, como es el cultural o étnico. Todo ello obedece a una concepción sustantiva de la igualdad que se manifiesta en determinadas cualidades físicas o morales.[3]

 

La homogeneidad social, es entonces, una precondición para la democracia. Este razonamiento se desarrolla al afirmar que a toda igualdad le corresponde, asimismo, una desigualdad que implica la exclusión de una parte de la población de la comunidad política sin dejar de ser por ello una democracia. Schmitt plantea que en democracia siempre han existido este tipo de desigualdades excluyentes en las que ciertas personas o grupos sociales estaban total o parcialmente privadas de sus derechos y relegadas de la participación en el poder político. Estas personas y grupos han recibido diferentes nombres a lo largo de la historia como bárbaros, no civilizados, ateos, aristócratas o contrarrevolucionarios, entre otros. Esto, en definitiva, explica que la igualdad se circunscriba únicamente a un determinado sector de la población que presenta unas características idénticas en un ámbito concreto, lo que implica que los derechos políticos se limiten a esta parte de la población y que la democracia no sea algo universal en una comunidad política. El imperialismo moderno o la democracia ateniense, con sus innumerables esclavos, serían claros ejemplos, de forma que los diferentes, los otros, son excluidos y anulados políticamente al ser gobernados por el grupo homogéneo portador de derechos políticos.

 

Así las cosas, según Schmitt, el derecho de voto universal e igual es consecuencia de la igualdad sustancial en el seno del círculo de iguales, y en ningún caso va más allá de esta igualdad. La democracia requiere y realiza al mismo tiempo la homogeneidad, lo que conlleva la supresión de la pluralidad. En este punto es donde Schmitt se remite al pensamiento político de Jean-Jacques Rousseau en relación con la homogeneidad del pueblo que preconiza en El contrato social. En base a la teoría rousseauniana de la democracia moderna, Schmitt sentencia que el concepto esencial de la voluntad general sólo es posible donde existe homogeneidad, es decir, allí donde impera la unanimidad. No puede haber, entonces, partidos ni cualesquiera otros intereses particulares, de tal modo que el interés del Estado debe ser el interés de todos. Sólo así es posible la democracia. De esta homogeneidad resulta la identidad democrática entre gobernantes y gobernados.

 

Schmitt, al igual que Rousseau, se refiere a la democracia directa. Por esta razón, establece una relación de identidad entre gobernantes y gobernados que, como se ha dicho antes, sólo es posible gracias a la homogeneidad social. Schmitt se remite a Samuel von Pufendorf quien en De jure Naturae et Gentium afirma que en la democracia el que ordena y el que obedece es el mismo, el soberano, y más concretamente la asamblea formada por todos los ciudadanos al ser el órgano facultado para cambiar las leyes o la constitución a voluntad. Esto contrasta con otros regímenes como los monárquicos o aristocráticos donde es posible un contrato mutuo y una limitación del poder estatal, pues estos regímenes se fundan en la heterogeneidad y, por tanto, en la diversidad de intereses. La democracia, por el contrario, es ajena a todo esto, y el contrato social en el pensamiento de Rousseau es una mera fachada liberal, pues allí donde existe la homogeneidad social se vuelve innecesario cualquier tipo de contrato al existir un interés idéntico entre todas las partes.

 

En su crítica al parlamentarismo, Schmitt sostiene que este régimen político impide la identidad democrática entre gobernantes y gobernados. El parlamento constituye, pues, un obstáculo para la democracia a la hora de expresar la voluntad general de esa homogeneidad social que constituye el pueblo. A este respecto Schmitt plantea que los totalitarismos, bolchevique o fascista, son antiliberales pero no necesariamente antidemocráticos. En este sentido, argumenta que en la historia de la democracia, de la que forman parte algunas dictaduras como ciertos cesarismos, se dan diferentes procedimientos para la formación de la voluntad del pueblo, creando así homogeneidad, lo que le lleva a cuestionar la fórmula estadística del voto como la expresión de la voluntad del pueblo. Frente a una maquinaria artificial como es la de los sistemas electorales, Schmitt plantea que la voluntad popular puede expresarse tanto mejor y de manera más democrática a través de otros métodos en los que se produce la expresión directa de la sustancia y fuerza democrática.

 

En consonancia con Rousseau, Schmitt reflexiona sobre el hecho de que la democracia implica la aceptación de la voluntad general incluso cuando la voluntad del individuo no coincide con esta. Esto se debe a que el ciudadano concede su aprobación al resultado de una votación y no a un contenido concreto. Sin embargo, cuando la doctrina democrática no concuerda con las decisiones del pueblo es cuando entra en juego el programa de educación. Este programa significa que con una adecuada educación es posible llevar al pueblo a que reconozca correctamente su propia voluntad, permitiendo establecer así la concordancia entre sus decisiones y la doctrina democrática. En la práctica significa identificar la voluntad del educador con la del pueblo, algo que, según Schmitt, demuestra que la dictadura no es lo contrario a la democracia. Incluso en el marco de la dictadura, que es considerada un periodo transitorio, puede contar únicamente la voluntad del pueblo y establecerse una relación de identidad entre el dictador y el pueblo. Así, la dictadura no es lo contrario a la democracia, sino que puede seguir siendo una democracia al continuar recabando su legitimidad de la voluntad popular. Todo esto constata que en la práctica lo decisivo es quién posee los medios para formar la voluntad popular que es, en definitiva, lo que permite establecer la relación de identidad entre el pueblo y la voluntad popular propia de la democracia.

 

El razonamiento de Schmitt, a partir de los planteamientos democráticos de Rousseau, infiere la posibilidad de establecer una relación de identidad entre las masas de la democracia moderna y los líderes de la comunidad política, de tal modo que estos últimos pasan a ser la expresión directa de la voluntad popular a través de diferentes procedimientos como la aclamación, los plebiscitos o referéndums, pero también a través de la educación. Esto sólo es posible cuando gobernantes y gobernados son idénticos, es decir, si ambos comparten una identidad sustantiva que define al conjunto de la comunidad y que, en definitiva, constituye la base de su identidad política. De esta forma todos los miembros de la comunidad son intercambiables, con lo que las decisiones ejecutivas de los líderes siempre expresan la voluntad general independientemente de quiénes sean estos líderes.

 

Ciertamente lo anterior no está alejado de la tradición política jacobina por la que una minoría dirigente es identificada con la voluntad del pueblo, incluso cuando el propio pueblo se opone a los principios democráticos, pues la minoría vendría a encarnar la verdadera voluntad popular. Este vanguardismo político, presente en el jacobinismo y en los movimientos totalitarios, tanto en los fascismos como en el bolchevismo, va de la mano del control de los medios para formar la voluntad popular, ya sea a través de la educación, la propaganda que moldea la opinión pública, etc.

 

Sin embargo, lo decisivo en el pensamiento político de Schmitt es que plantea que el totalitarismo es la democracia llevada hasta sus últimas consecuencias. Este planteamiento se infiere de la polítización de todas las esferas de la vida humana que la democracia conlleva. En el contexto moderno en el que la política se concentra en el Estado, y que el Estado no ha dejado de expandirse hasta el punto de intervenir en todos los ámbitos, la democracia se realiza a través de lo que Schmitt llamó el Estado total fuerte. Un Estado que es avasallado y absorbido por un partido que pasa a controlarlo absolutamente todo, y con ello a integrar al conjunto de la sociedad en las nuevas estructuras políticas a las que da lugar. Es el Estado obrero de los bolcheviques, es el Estado totalitario del fascismo, y el Estado racista del nazismo. En este modelo de Estado, sin un parlamento que opere como institución intermediaria, las relaciones políticas se desarrollan a través de una participación directa del conjunto de la población en la vida del Estado total que, precisamente por ser total, lo abarca absolutamente todo. La organización política de la sociedad se articula así a través del “Estado, Movimiento-Partido, Pueblo”.[4]

 

El Estado total implica la homogeneidad social que hace posible la identificación entre gobernantes y gobernados propia de la democracia, de manera que los gobernantes son la expresión de la voluntad del pueblo, al mismo tiempo que el propio pueblo establece una relación directa, sin intermediación del aparato burocrático-administrativo ni del parlamento, con sus líderes. Gracias a esta homogeneidad es alcanzada la unanimidad, lo que significa la identidad de intereses a nivel político entre el pueblo, las instituciones y los líderes. Esta homogeneidad social es conseguida a través de la represión sistemática de toda heterogeneidad, disidencia y oposición, es decir, la eliminación de todo grupo que es categorizado como extraño, como no perteneciente a la comunidad, y considerado la negación existencial de esta. Las leyes raciales de Núremberg, y posteriormente de Italia, y las purgas estalinistas son un claro reflejo de este tipo de procesos que buscan uniformizar la sociedad. Así es como los totalitarismos redefinen lo que es ser miembro de la comunidad política a partir de una igualdad sustantiva fundada en una determinada cualidad que sirve de elemento de cohesión y que configura la identidad política colectiva. En la Unión Soviética el marxismo-leninismo, en Italia el fascismo, y en Alemania el nacional-socialismo. Ser ciudadano soviético era identificado con ser comunista, de igual forma que ser ciudadano italiano era sinónimo de ser fascista (de hecho, los fascistas eran considerados los buenos italianos), y ser ciudadano alemán equivalía a ser nacional-socialista con todas sus connotaciones racistas. Estos elementos ideológicos fundantes de la homogeneidad social sobre la que descansa la identidad política colectiva son los que establecen el interés común de todos los integrantes del pueblo, lo que hace posible la unanimidad, y consecuentemente la identificación entre las masas y los líderes, entre el pueblo y el Estado. El totalitarismo viene a ser así una súper democracia en la que el pueblo expresa su voluntad sin intermediarios, de manera directa y unánime a través de la aclamación y de los plebisicitos, al mismo tiempo que encuentra su reflejo en sus líderes.

 

La homogeneidad social es, a tenor de la perspectiva de Schmitt y de Rousseau, un rasgo definitorio de la democracia que hace posible este tipo de sistema político. Asimismo, esa búsqueda de homogeneidad llega a tener unas consecuencias nefastas. No sólo está la represión de los sistemas totalitarios para configurar esa homogeneidad que deviene en unanimidad, sino que también está la limpieza étnica como resultado de la identificación del “demos” con el “etnos”. El sociólogo anglo-americano Michael Mann se refirió a este fenómeno como el lado oscuro de la democracia en su obra The Dark Side of Democracy: Explaining Ethnic Cleansing. En este trabajo Mann entiende por democracia una ideología de la igualdad que se legitima a sí misma como representante del pueblo y que tiene como finalidad una redistribución del poder social. En la medida en que la democracia se funda sobre poblaciones relativamente mono-étnicas y que, además, conlleva la posibilidad de que la mayoría tiranice a las minorías, la limpieza étnica constituye una posibilidad real dado que este tipo de fenómenos son producidos generalmente por regímenes democráticos o en proceso de democratización. De este modo, la limpieza étnica se da cuando un determinado grupo etnonacional reivindica su propio Estado en un determinado territorio frente a otro grupo étnico. El conflicto resultante y el desencadenamiento de guerras es la causa inmediata de la limpieza étnica de territorios enteros. La conexión entre democracia y totalitarismo en este punto es muy evidente y no requiere comentarios ulteriores.

 

Otro autor que ha analizado la relación entre la democracia y el totalitarismo es Jacob Talmon en su ensayo Los orígenes de la democracia totalitaria. El título de esta obra es muy significativo al plantear expresamente esa relación que pretende dilucidarse en este artículo. En este sentido, Talmon afirma que la democracia liberal y la democracia totalitaria emergieron de las mismas premisas intelectuales e ideológicas del s. XVIII. Talmon desarrolla un análisis genealógico de las ideas que han originado este tipo de democracia. Su conclusión es que el totalitarismo surge de la idea ilustrada de que existe una verdad política única y exclusiva que abarca la totalidad de la vida del ser humano. Esta verdad se fundamenta en un orden natural de la sociedad de carácter armonioso que constituye un objetivo a realizar. Las teorías de este orden natural son las de Rousseau, Morelly y Mably, las cuales están emparentadas con la ideología ilustrada de Helvecio y Holbach acerca del carácter racional e individualista de este orden. Por tanto, su materialización puede ser realizada por un hombre ilustrado, lo que sienta las bases para la legitimación de vanguardias ilustradas y virtuosas encargadas de esta tarea, todo lo cual, finalmente, conduce a la implantación de un orden totalitario. Esto se debe a que la vanguardia ilustrada está facultada para que cuando el individuo no esté de acuerdo con la verdad política se le ignore, fuerce o intimide en pos del logro de la verdad política. En síntesis, Talmon viene a decir que la democracia totalitaria trata de conciliar la libertad con la idea de un fin absoluto que es representado por un modelo exclusivo de sociedad, para lo cual afirma que ese fin es inmanente a la voluntad y razón del ser humano, pues implica la plena satisfacción de su verdadero interés y la garantía de su libertad. De este modo, el individuo no tiene elección, y a eso se le llama libertad.[5]

 

La bibliografía que analiza la transformación de los regímenes de democracia liberal en sistemas totalitarios es más abundante, y generalmente se centra en las potenciales amenazas que la política exterior de los Estados pueden presentar para la democracia. Esto es lo que sucede con William Engdahl, quien en su libro Full Spectrum Dominance: Totalitarian Democracy and the New World Order relaciona la búsqueda de la hegemonía internacional por EE.UU. y los cambios que esto ha provocado en su esfera interna, los cuales recuerdan a los sistemas totalitarios. Sheldon S. Wolin, por su parte, estudia en Democracy Incorporated: Managed Democracy and the Specter of Inverted Totalitarianism si la democracia describe la política y el sistema político estadounidense, de lo que infiere que la dinámica de las relaciones entre el gobierno y el sistema de gobernanza privada a través de las corporaciones guarda más parecido con los regímenes totalitarios, llevándole a hablar de la existencia de un poder corporativo. Wolin relaciona todo esto, al igual que Engdahl, con la política exterior de EE.UU. y los efectos que ha producido en la esfera doméstica.

 

Los autores antes citados forman parte de una corriente bibliográfica más amplia que examina las transformaciones provocadas por la acción exterior del Estado en el ámbito de la política interna, y de cómo esto se ha manifestado en un deterioro de las instituciones de la democracia liberal estadounidense. Las conclusiones de estos autores no suelen conducir directamente a la afirmación de que el sistema político en EE.UU. evoluciona hacia una forma de totalitarismo, sino que los elementos del sistema que no están sujetos a una supervisión directa del público, como sucede con el complejo de seguridad nacional, ostentan un peso político inusitado hasta el punto de condicionar la política gubernamental, incluso en contra del interés de los propios ciudadanos estadounidenses. Investigaciones como la de Michael Glennon National Security and Double Government, la de Chalmers Johnson Nemesis: The Last Days of the American Republic, el estudio de James Carroll titulado La casa de la guerra: el Pentágono es quien manda, o el trabajo de Fred Cook The Warfare State, son algunos ejemplos que constatan este fenómeno. En cualquier caso no debe pasarse por alto que la Primera Guerra Mundial propició el auge del fascismo y del nazismo y que las democracias liberales en Italia y Alemania se convirtiesen en sistemas totalitarios.

 

En último lugar se encuentra la contribución de Pedro García Olivo, quien acuñó el término “demofascismo” en su ensayo El enigma de la docilidad. En este caso la conexión entre democracia y totalitarismo es ubicada en el contexto histórico, político e ideológico de la supremacía mundial de la civilización occidental y su imperialismo. García Olivo establece la conexión entre la democracia liberal y el fascismo desde una perspectiva diferente que combina una relectura de la Dialéctica de la Ilustración de Theodor Adorno y Max Horkheimer, y el pensamiento genealógico asentado en la teoría francesa, especialmente en la obra y pensamiento de Michel Foucault.

 

Desde el punto de vista de García Olivo el factor común de las democracias y de los fascismos es el recurso a la misma forma de racionalidad y procedimientos, lo que es en gran medida resultado de que la cultura actual esté anclada a la Ilustración, de manera que sus conceptos políticos se han desarrollado bajo el sometimiento riguroso al proyecto moderno.

 

Según este autor, los rasgos distintivos del fascismo son, por un lado, la ausencia de resistencia interna, es decir, inexistencia de una oposición estimable, crítica, lo que se concreta en la docilidad de la población; por otro lado, el expansionismo exterior, es decir, la beligerancia y un afán de universalización; y en tercer lugar la voluntad de exterminar la diferencia cultural, psicológica, político-económica, etc. Así, estos tres rasgos emparentan las experiencias de los fascismos históricos con los modelos de formación del espacio social que caracterizan a los regímenes demo-liberales, es decir, pautas de gobierno de las poblaciones, usos de la gestión socio-política, etc. Desde esta perspectiva existe una superposición entre el neofascismo y el aparato político de la democracia (elecciones, parlamento, partidos, etc.), lo que permite hablar de un neofascismo de y en las democracias o, más precisamente, de un demofascismo.

 

García Olivo señala los rasgos que diferencian al fascismo actual de las experiencias totalitarias de Alemania e Italia. En lo que a esto se refiere, contrasta el entusiasmo que en su momento suscitaron los fascismos históricos con el contexto de apatía, apoliticismo y abulia que impera en las sociedades occidentales, donde la decepción y el desencanto predominan notablemente. A esto se suma la invisibilización de los instrumentos coactivos en el marco del demofascismo, lo que redunda en beneficio de tecnologías de dominación interiorizadas por los propios individuos en el terreno psicológico y simbólico. Este procedimiento ha permitido convertir a los gobernados en sus propios censores y policías.

 

Democracia directa y totalitarismo

 

Tanto Agamben como García Olivo abordan la relación entre la democracia liberal y el totalitarismo, mientras que Carl Schmitt hace un tratamiento de la cuestión centrado en la democracia directa como parte de su esfuerzo por distinguir la democracia del parlamentarismo. Mann, en cambio, centra su atención en la relación entre democracia y genocidio sin pasar por alto las conexiones que este tipo de fenómeno tiene con los regímenes totalitarios. Talmon, por su parte, establece la democracia totalitaria como un tipo de sistema político específico, diferente de todos los demás, para lo que desarrolla un análisis genealógico de las ideas que lo configuran. Sin embargo, lo que aquí se plantea es aclarar la existencia de una relación de continuidad entre la democracia directa y el totalitarismo. En este sentido, se formula la pregunta de si una democracia directa sin Estado puede producir un sistema totalitario, lo que es abordado desde un prisma ideológico anarquista.[6] De esta forma, se pretende contraponer la propuesta de democracia directa con la anarquía.

 

Ciertamente puede resultar paradójico desde los marcos intelectuales e ideológicos dominantes contemporáneos plantear la existencia de una conexión entre la teoría de la democracia directa y el totalitarismo, máxime cuando la democracia directa es contemplada como una forma política sin Estado y el totalitarismo, por el contrario, es considerado la exaltación del Estado, ya sea en su versión bolchevique o fascista. El propio Michael Mann, en su estudio titulado Fascists, señala que la ideología fascista es la forma más extrema de estatismo nacional. Sin embargo, el presupuesto de que todo totalitarismo requiere necesariamente la existencia de un Estado total no es acertado, tal y como a continuación va a explicarse.

 

En primer lugar, es necesario advertir que la democracia, hasta la revolución francesa, fue considerada un sistema político obsoleto y con mala reputación. La revolución francesa, con la irrupción de la política de masas y la introducción de diferentes ideas ilustradas en el debate público, contribuyó a que la democracia comenzase a ser vista de manera favorable a partir del s. XIX. El desarrollo de la teoría política democrática se produjo en consonancia con los cambios que se produjeron en las formas políticas del s. XIX.[7] Esto es particularmente claro en lo que respecta a la evolución del gobierno representativo a través de la fusión del liberalismo y de la democracia con la aparición de las llamadas democracias representativas. Sin embargo, la teoría de la democracia directa, cuyo principal antecedente moderno es la obra de Rousseau, no alcanzó un desarrollo teórico y práctico ulterior, al menos no como la democracia liberal, lo que no impidió que se fusionasen algunos aspectos de su propuesta política con nuevas ideologías surgidas en el s. XIX, como es el caso del socialismo.

 

Lo decisivo en este análisis es esclarecer desde una perspectiva libertaria los rasgos comunes de la democracia directa y del totalitarismo que permiten hablar de una relación de continuidad, y no tanto de contigüidad, entre ambas formas políticas. Es decir, se persigue identificar aquellos elementos presentes en la democracia directa que permiten afirmar que la instauración de un régimen de estas características conduciría a una sociedad totalitaria. Estos elementos son la violencia, la ausencia de derechos y libertades individuales, la extensión del ámbito de actuación del órgano de decisión política, el comunitarismo y la homogeneidad social.

 

Aunque no hay consenso acerca de la definición de totalitarismo,[8] cabe afirmar que los elementos antes citados abarcan realidades que definen lo que por regla general se entiende por un sistema totalitario, es decir, un tipo de régimen en el que la violencia desempeña un papel decisivo en la organización de la sociedad, el poder está muy concentrado, el individuo está desprovisto de derechos y donde imperan unos niveles elevados de homogeneidad social favorecidos por el propio régimen. Cabría añadir otros elementos que aquí no son objeto de atención, como es la presencia de una ideología oficial que cubre todos los aspectos de la vida humana, o el control y dirección centralizadas de la economía. Ciertamente son cuestiones relevantes, máxime si se tiene en cuenta que la democracia directa aspira a transformar al individuo por medio de una ideología o filosofía política que le imbuye de una determinada moral y que, por tanto, define su modo de ser, pensar, sentir y existir. Estos elementos han sido dejados fuera de este análisis debido a la complejidad que entraña su estudio, lo que requeriría un abordaje específico.

 

En cuanto a la democracia, es necesario establecer una definición de este sistema político para desarrollar el subsiguiente análisis de su relación con el totalitarismo. Así, esta forma política consiste en el gobierno de la mayoría, por lo que las decisiones políticas que adopta la mayoría son obligatorias para todos los miembros de la sociedad, para lo que se recurre al uso de la fuerza o a la amenaza creíble de su uso con el propósito de asegurar su cumplimiento. La legitimidad de la mayoría radica en que esta es la que configura la voluntad general, y la voluntad general siempre tiene razón. Por tanto, cuando la opinión de un individuo manifestada con su voto es contraria a la de la mayoría, simplemente refleja que estaba equivocado. Ciertamente Rousseau señala que la voluntad de la mayoría puede no coincidir con la voluntad general, lo cual sólo ocurre en ausencia de libertad al hacer algo que no se quiere. Por lo demás, la voluntad general no es otra cosa que la voluntad constante de todos los miembros de la comunidad política.[9]

 

Así pues, en la medida en que la voluntad general siempre tiene razón, nadie tiene el derecho a resistirse a dicha voluntad, lo que legitima la obligatoriedad de las decisiones adoptadas por la mayoría. La decisión de la mayoría siempre obliga a todos los demás. La voluntad general es, en definitiva, una fuerza universal y coactiva que mueve y dispone a cada una de las partes del modo conveniente al conjunto de la comunidad. Este principio se basa en la idea de que la comunidad como tal constituye una realidad trascendente, por encima y más allá de los individuos que la componen, y que es al mismo tiempo un valor absoluto que encarna el bien común que, en línea con la filosofía comunitarista sobre la que se asienta este principio, está más allá del bien de cada uno de los individuos que componen la comunidad política. Pues, como el propio Rousseau señala, “cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y recibimos en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo”.[10]

 

El comunitarismo democrático se fundamenta en el reconocimiento del derecho absoluto de la comunidad a utilizar la violencia contra el individuo para obligarle a acatar la voluntad general que, a su vez, es configurada por la voluntad de la mayoría. De este modo, el individuo es obligado a ser libre según el criterio democrático de entender la libertad, el cual consiste en ejercer la voluntad general y acatar sus decisiones. En cualquier caso, la democracia directa implica el establecimiento de una convivencia social forzada al basarse en el uso de la violencia con el establecimiento de un sistema de coacciones sobre el individuo. Rousseau lo expresó de la siguiente manera: “De igual modo que la Naturaleza otorga a cada hombre un poder absoluto sobre sus miembros, el pacto social otorga al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos, y este mismo poder dirigido por la voluntad general, lleva el nombre de soberanía”.[11] Huelga decir que la soberanía, desde el s. XVII, consiste en un poder originario, no dependiente ni interna ni externamente de ningún otro poder, confiriéndole un derecho indiscutido a usar, si es necesario, la violencia.[12] Por tanto, “quien se niegue a obedecer la voluntad general será obligado por todo el cuerpo”.[13]

 

Así pues, la democracia guarda claras semejanzas con los sistemas totalitarios que hicieron de la violencia un método organizativo en un contexto en el que el individuo carece de cualquier derecho frente a la comunidad.[14] De hecho, un rasgo distintivo de los totalitarismos son los elevados niveles de coerción utilizados para gobernar la sociedad. En el caso del fascismo esto es especialmente evidente en la medida en que la violencia fue un instrumento para organizar al movimiento fascista, pero también a sus opositores y al conjunto de la sociedad para forzar su sometimiento o, en su caso, para llevar a cabo su eliminación física.[15] Y lo mismo cabe decir para el caso de los bolcheviques, quienes también utilizaron la violencia de una forma masiva a través de la denominada dictadura del proletariado. El posterior desarrollo del Estado soviético, así como de los regímenes afines que se formaron tras la Segunda Guerra Mundial con las llamadas democracias populares, estableció una coartada ideológica democraticista que justificaba la tiranía de una mayoría configurada en torno a los soviets bajo el control del partido comunista. En este caso también se buscaba la homogeneidad social con la eliminación de los enemigos de clase primero, y más tarde, durante el estalinismo, los enemigos del pueblo.

 

El reconocimiento del derecho de la comunidad a utilizar la violencia contra el individuo se fundamenta en la teoría contractualista de Rousseau. Así, según este autor, el individuo en el estado de naturaleza no es libre al seguir sus instintos, de forma que sólo llega a ser libre cuando entra en el estado civil y obedece la ley que él mismo se ha dado. Esto exige una transferencia total de derechos naturales al cuerpo político. La democracia directa, por tanto, no contempla que el individuo se reserve para sí derecho alguno frente a la comunidad, pues la alienación de derechos naturales es total, lo que contrasta con otros autores contractualistas que, por el contrario, nunca contemplaron una alienación total, sino que una parte de estos permanecían en manos del individuo.[16] En Hobbes es la vida y la libertad, esta última sólo cuando la comunidad política ya no puede garantizar la vida. Mientras que en Locke el individuo sólo renuncia al derecho a impartir justicia.[17] Por esta razón, la democracia directa constituye una forma de gobierno total, con el derecho a inmiscuirse en todos los aspectos de la vida del individuo, pues este no cuenta nada al estar despojado de derechos que frenen el poder de la comunidad,[18] lo que legitima el uso de la violencia contra este. Este es, por tanto, otro de los muchos rasgos que la democracia directa comparte con los sistemas totalitarios.

 

La democracia directa implica que la asamblea popular concentra los tres poderes que configuran el poder político: legislativo, ejecutivo y judicial. El poder ejecutivo es lo que confiere a este sistema un carácter coactivo, de ahí que deba hablarse de una convivencia social forzada entre sus miembros. La mayoría gobierna al resto gracias a este poder ejecutivo con el que coacciona a las minorías para hacer cumplir la voluntad general. El poder ejecutivo conlleva la existencia de mecanismos coercitivos que, si bien son asumidos por la propia comunidad y no suelen tener un carácter profesional, son utilizados para establecer un sistema de supervisión, control y represión sobre todos los miembros de la comunidad. En la práctica esto implica la existencia de funcionarios de seguridad que operan como policía, la presencia de comités de control, de cárceles, etc. Esta concentración de poder es semejante a la que se da en los sistemas totalitarios, donde los tres poderes están fusionados en un partido-Estado. Este partido-Estado interviene en el funcionamiento interno de estos tres poderes con el establecimiento de directrices políticas al no haber separación de poderes.

 

En términos tanto políticos como jurídicos la asamblea asume un carácter soberano. Vale la pena recordar que este concepto tiene su origen en la teología, y que fue adoptado por los monarcas medievales europeos para afirmar su derecho exclusivo a gobernar sus reinos sin interferencias externas e internas. Así es como posteriormente se introdujo en el pensamiento político moderno en el s. XVI en el marco de la doctrina política del derecho divino de los reyes. El desarrollo de este concepto se produjo en consonancia con la formación del Estado moderno al asumir este atributo. Sin embargo, la soberanía ha pasado a ser un concepto ampliamente utilizado en las diferentes teorías políticas. A modo de recordatorio de lo ya referido anteriormente, la soberanía consiste en una cualidad que dota a quien la ostenta de un poder originario, no dependiente ni externa ni internamente de otra autoridad, confiriéndole un derecho indiscutido a usar la violencia sobre el ámbito territorial que reclama como propio.[19] Este concepto, aplicado en la democracia directa, significa que la asamblea popular está dotada de dicho poder supremo en la sociedad, y que la soberanía como tal constituye un atributo de este órgano en tanto la comunidad es algo superior a la suma de los individuos que la conforman, lo que encuentra su concreción en la voluntad general. Los individuos como tales no son soberanos, sino reunidos en asamblea y ejerciendo su voto en ella.

 

Desde una perspectiva libertaria la democracia directa es una forma de tiranía al usurpar la autonomía de la persona e imponerle la voluntad e intereses de terceros. La existencia de un poder coactivo que gobierna la sociedad al regular, supervisar y controlar las relaciones de sus integrantes es algo contrario a la propuesta anarquista basada en el libre pacto y en el principio de no agresión. En anarquía nadie tiene reconocido el derecho a coaccionar a otras personas, y cada individuo dispone de su propia autonomía para decidir cómo se relaciona con los demás, sin injerencias externas. La sociedad no es, entonces, reducible a una suerte de realidad que trasciende a sus integrantes, sino que, por el contrario, consiste en diferentes individuos que libremente, es decir, sin coacciones, deciden coexistir en un mismo lugar en base a algún tipo de afinidad que les une y sobre la base de unas normas comunes previamente acordadas.

 

La existencia de un poder coactivo en manos de la asamblea popular no constituye una diferencia sustancial en relación con el orden social estatista. Esencialmente la democracia directa implica que la asamblea asuma los poderes que antes estaban en manos del Estado, es decir, de aquellos individuos que ostentan los medios de dominación (burocracia, tribunales, ejércitos, policías, servicios secretos, cárceles, etc.) con los que gobiernan a la sociedad. En una democracia directa todos esos instrumentos de control social existen, pero ya no son controlados necesariamente por personal profesional o una clase dirigente separada de la sociedad, sino por personas elegidas por la mayoría. El monopolio de la violencia legítima del Estado pasa así a manos de la asamblea popular que se erige de este modo en el órgano soberano de la sociedad. Este monopolio está ligado a la asunción de los otros dos monopolios del Estado: legislar e impartir justicia. Asimismo, y de igual modo que el Estado cobra tributos para financiar sus medios de dominación, la asamblea popular también establece impuestos para financiar los costes derivados de todas las actividades de vigilancia, control y supervisión. Y no sólo eso, también se arroga el poder para intervenir las relaciones sociales que se desarrollan en el ámbito económico a través de toda clase de procedimientos, como requisas, expropiaciones, establecimiento de precios políticos, concesión de licencias, regulación del trabajo, etc.

 

Si la violencia constituye el método organizativo de la democracia directa, lo que la aproxima al totalitarismo, no menos importante es la ausencia de límites en el ámbito de actuación de la asamblea. Esto supone una gran concentración de poder debido a que el individuo no tiene derechos frente a la comunidad. Como consecuencia de esta situación, la asamblea puede legislar sobre cualquier esfera de la existencia del individuo. La asamblea conforma así una institución despótica que en nada se diferencia de los sistemas totalitarios en los que el Estado no encuentra límites o restricciones al asumir unas competencias que lo abarcaban absolutamente todo. Una asamblea sin frenos ejerce, por tanto, un poder sin frenos.[20]

 

La asamblea popular se convierte así en el contexto de la democracia directa en un poder omnímodo, un leviatán, que se caracteriza por su intrusismo en todos los aspectos de la vida humana sobre los que pasa a intervenir. Ciertamente la ausencia de una profesionalización de los mecanismos de control que contempla un régimen de estas características es una limitación parcial, a nivel funcional, en relación con su capacidad para imponer sus decisiones. Sin embargo, el sistema democrático no impide que una mayoría decida la profesionalización de esos instrumentos de control en la búsqueda de una mayor eficacia, lo que no tardaría en originar la formación de estructuras organizativas semejantes a las de un Estado. Independientemente de que un sistema de democracia directa evolucionase hacia una forma protoestatal, la centralidad y virtual omnipresencia de la asamblea como órgano político rector de la vida de toda la población la aproxima al totalitarismo. En este sentido, la democracia directa conduce a un escenario en el que la máxima del fascismo, “todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”, se traduce a “todo en la asamblea, nada fuera de la asamblea, nada contra la asamblea”.

 

El intrusismo de la asamblea en la vida de las personas no sólo deriva de la concentración efectiva de poder en relación con la extensión de su ámbito de actuación y la ausencia de derechos individuales que le pongan freno. Este intrusismo está relacionado, asimismo, con el hecho de que la democracia directa convierte la política en el único plano de la existencia, lo que hace que los demás ámbitos carezcan de autonomía y queden supeditados a lo político. La realización de la verdad política que inspira a la democracia directa, en consonancia con lo descrito por Talmon acerca del mesianismo secular, conduce irremisiblemente a la intervención del órgano político, en este caso la asamblea popular, en todas las esferas de la vida humana que quedan así subordinadas al logro de dicha verdad política que opera como fuerza motriz de la comunidad.

 

La legitimidad de la decisión de una asamblea depende de que sea tomada por la mayoría y no de los efectos que esta tenga. Por tanto, puede ser perfectamente legítimo que la mayoría obligue a un individuo concreto a vestir de una forma determinada, a llevar un corte de pelo, a recibir un tratamiento médico, y, en definitiva, a cualquier cosa que decida. El individuo y las minorías están indefensos frente a las decisiones de la mayoría que finalmente les son impuestas por la fuerza. Todo esto contrasta con la anarquía, donde el ámbito de actuación de la asamblea se circunscribe a la vida colectiva, aquello que afecta a todos, y no interviene en aquellas relaciones que sólo afectan a las personas o grupos que participan en ellas. Asimismo, la implementación de las decisiones adoptadas en anarquía dependen de las propias personas que adquieren dichos compromisos, pues no existe ningún órgano coactivo para forzar su cumplimiento.

 

La democracia se basa en la asimetría que establece el sistema de mayorías, lo que finalmente reproduce relaciones de poder entre gobernantes y gobernados. De hecho, la democracia conserva esta separación entre gobernantes y gobernados, lo que hace que este sistema no se diferencie en nada sustancial de las relaciones políticas que existen en las sociedades con Estado o en los sistemas totalitarios. Por esta razón, la democracia directa no es un autogobierno, sino un sistema de gobierno diferente que se vertebra en torno a las mayorías que se forman en la asamblea. Por el contrario, en anarquía la libertad está igualitariamente repartida entre los miembros de la comunidad al no existir ninguna institución central que opere como gobierno encargado de coaccionar y fiscalizar a los demás y, por tanto, de coartar su libertad. De ahí que se deba hablar no sólo de libertad individual, sino también de libertad colectiva, pues sólo puede haber una sociedad libre cuando todos los individuos que la componen también son libres en la misma medida.[21]

 

Como consecuencia de la asimetría inherente a las relaciones sociales en el marco de una democracia directa, la dinámica de este sistema político consiste en una progresiva e implacable negación de la heterogeneidad y pluralidad inherentes a toda sociedad. En tanto el individuo no existe por ninguna parte, sino que está sometido al grupo, al cual debe completa sumisión y en el que debe quedar totalmente disuelto, las mayorías que configuran la voluntad general se encargan de eliminar las diferencias y establecer la homogeneidad social. Esto se debe a que la democracia directa consiste en una forma de organización política destinada al ejercicio sistemático de la fuerza de una parte de la población contra la otra, de la mayoría contra la minoría. Esta dinámica democrática no se aleja de los planteamientos que definieron al totalitarismo bolchevique, y que están en el fondo de la represión ejercida para poner fin a las diferencias sociales, lo que a la postre sirvió de coartada para el imperialismo ruso al implicar la rusificación de las minorías étnicas. Y lo mismo cabe decir del nazismo, que expurgó a minorías étnicas y religiosas, así como a la oposición política, con el propósito de establecer una población racial e ideológicamente homogénea.

 

En la medida en que la anarquía excluye la coerción como método organizativo de la sociedad, las condiciones sociales permiten al individuo desarrollar su propia individualidad y, dado el caso, discrepar con su grupo de pertenencia sin temor a ser reprimido por ello, tal y como sucede en la democracia directa y las tiranías totalitarias. La anarquía contempla la coexistencia de una diversidad de individualidades en un mismo lugar con la posibilidad de realizar sus potencialidades sin mayor limitación que la libertad ajena. Por esta razón, por la pluralidad de individualidades que conforman una comunidad, el anarquismo propugna el libre pacto y la libre asociación, es decir, la articulación de las relaciones entre personas y colectivos por medio de convenios y contratos. Los contratos tienen sentido al ser el resultado de partes con intereses diferentes. Esto es lo contrario a la democracia, donde se asume la homogeneidad social que hace innecesario pacto alguno porque se presupone la existencia de un interés común que se fundamenta en una misma identidad política colectiva.

 

Al fin y al cabo la democracia niega toda heterogeneidad porque la discrepancia con la voluntad general es el error, es contrario a la libertad. No por casualidad, Rousseau afirma que las minorías vencidas en votación tienen en el fondo una voluntad idéntica a la de la mayoría, mientras que los malhechores, aquellos que no terminan de someterse a la voluntad general, impiden al ciudadano ser libre, de modo que son considerados una amenaza para la libertad, y como tales merecen ser apartados de la sociedad llevándolos a cárceles o a galeras, pues sólo esto garantiza la libertad del ciudadano. Ese es el trasfondo de la democracia directa, el aplastamiento del individuo cuando su sumisión al grupo no es conseguida, porque toda discrepancia u oposición es un mal terrible, al igual que en los sistemas totalitarios, porque no se consideran legítimas, como tampoco los intereses particulares.

 

La violencia, un poder sin límites, la primacía de la mayoría frente al individuo, y la búsqueda de la homogeneidad social son presupuestos y consecuencias, tanto teóricas como prácticas, inherentes a la democracia directa que establecen los cimientos para el establecimiento de un sistema totalitario. Por esta razón, la democracia directa produce unos resultados que son propios de las distopías sociales al implantar un sistema de control y vigilancia, de permanente intromisión en todos los asuntos de la vida del individuo, en el que la mayoría le obliga a acatar sus decisiones que son, según la narrativa democrática, la expresión de la voluntad general y, por tanto, del bien común. Con ello, toda resistencia, disidencia, discrepancia u oposición son demonizadas, perseguidas y consideradas un atentado a la libertad. La represión, entonces, es un procedimiento legítimo para preservar la libertad al mismo tiempo que impulsa la homogeneización de la comunidad al extirpar todo cuestionamiento y crítica.

 

La relación de continuidad entre la democracia directa y el totalitarismo resulta bastante evidente en muchos aspectos a tenor de lo explicado, lo que refleja la posibilidad de un totalitarismo sin Estado. Sin embargo, hasta ahora no ha habido una palabra que identificase esta realidad. Aunque los totalitarismos presentan múltiples formas, pues los hay tanto en la izquierda como en la derecha, aquí se ha optado por emplear el término de demofascismo por varias razones.

 

La primera razón es porque los totalitarismos de izquierda han tendido a utilizar el concepto de democracia para autodefinirse (democracia popular, democracia socialista, etc.). En este sentido, la raíz “demo” del concepto ya abarca esa tradición política, aunque de un modo implícito, lo que al mismo tiempo también sugiere esa continuidad entre democracia y totalitarismo.

 

La segunda razón es que Talmon considera la democracia totalitaria un tipo de sistema político específico, diferenciado de la democracia liberal. Su estudio genealógico establece los orígenes y la tradición de ideas políticas a la que obedece. Sin embargo, su investigación se desenvuelve en un terreno abstracto que no desciende al plano de la historia política. A esto se suma que Talmon obvia que algunos totalitarismos, como el nazi y el fascista, surgieron en el seno de las democracias liberales. De hecho, el planteamiento de Talmon sugiere que la democracia totalitaria es un fenómeno relacionado con los totalitarismos de izquierda, lo que excluye a los totalitarismos de derecha. Esta es una limitación importante para el uso del concepto de Talmon, pues supone obviar los aspectos comunes de ambos totalitarismos y la relación que tienen con la democracia directa.

 

Una tercera razón es que el fascismo habitualmente es considerado la máxima expresión de totalitarismo en tanto propiciador inmediato de una guerra mundial. Además de esto, el demofascismo incluye algunos elementos ideológicos específicos del fascismo, tal y como se comprobará más adelante. Ciertamente el fascismo es un tipo específico de totalitarismo, pero a nivel simbólico está considerado la quintaesencia del totalitarismo.

 

Y la última y más importante razón es que este término refleja esa continuidad entre democracia y totalitarismo. A diferencia del sentido que tiene en la obra de García Olivo, entendido como una forma de gobernanza que combina elementos del fascismo y de la democracia liberal, aquí el demofascismo es el escenario totalitario en el que desemboca toda democracia directa, lo que constata esa relación de continuidad que existe entre la democracia y el totalitarismo.

 

El demofascismo en el Estado español

 

La argumentación desarrollada hasta ahora se ha desenvuelto en el plano teórico, sin embargo, es necesario contrastarla con los hechos concretos. Por esta razón es de interés analizar un caso concreto de demofascismo dentro del Estado español. Esto lo ejemplifica el espacio de la Revolución Integral (RI), una secta política conspiracionista que persigue la implantación de la democracia directa como sistema de gobierno.[22]

 

Es necesario aclarar que inicialmente la RI fue un espacio abierto en el que coincidieron diferentes personas de ámbitos diversos del espectro de la disidencia política, sirviendo así como punto de encuentro para el debate y la reflexión. Sin embargo, desde hace aproximadamente tres años, la RI se ha convertido en un grupo cerrado que ha laminado toda discrepancia y pluralidad internas, lo que ha estado acompañado de una evolución ideológica que ha acentuado de manera significativa su autoritarismo tanto hacia adentro como hacia afuera.

 

La mejor forma de dilucidar el carácter demofascista de la RI es a través de sus textos publicados en la página web de este colectivo. Un ejemplo muy claro de lo antedicho es el artículo titulado “¿Por qué el anarquismo es hoy una porquería, una birria, una castaña, una cochambre?”, pues confirma la mayor parte de lo explicado en el apartado anterior. Así, lo que destaca en primer lugar es, por un lado, lo maleducados que son los actuales integrantes de la RI con su particular chulería faltona y provocadora propia de los camisas negras, y por otro, el escandaloso déficit cultural del que hacen gala. Más allá de la zafiedad que destila el estilo de los autores a lo largo de todo el texto hasta el punto de rallar en lo escatológico, además de las interminables incongruencias conceptuales y argumentales, lo interesante del mismo es el modo en el que la democracia directa es contrapuesta al anarquismo desde una posición claramente antagonista y beligerante, lo que permite perfilar los contornos del modelo de sociedad que dicha propuesta política propugna.

 

La crítica al anarquismo se basa en un fantasma creado por los propios autores, ni siquiera es una caricatura, lo que simplemente manifiesta su pasmoso desconocimiento de esta ideología y de la situación actual en la que se encuentra el movimiento libertario. Tal es el desatino de estas gentes desinformadas y desinformadoras que llegan a afirmar que el anarquismo es defensor del Estado de bienestar.[23] Sin embargo, el meollo de su crítica doctrinal, fundamentada en una superioridad intelectual que se arrogan pero que no acreditan en ningún momento y con la cual pretenden dar lecciones ideológicas, radica en afirmar que el poder es algo natural debido a que no puede ser suprimido.

 

En este punto entran en juego los marcos conceptuales que en cada caso son utilizados para definir el poder, además de los correspondientes juicios de valor. En el marco del pensamiento libertario el poder es generalmente entendido como fuerza, coacción, violencia. Así, el poder consiste en utilizar la fuerza o la amenaza creíble de su uso para conseguir que los demás hagan cosas que de otro modo no harían.[24] La valoración moral que desde el anarquismo se hace de este fenómeno es negativa, pues su propuesta es una sociedad basada en una convivencia no forzada, libre de coacciones. Sin embargo, los demofascistas de la RI entienden que el poder, y todo lo que este conlleva, no es algo necesariamente malo. La bondad o maldad del poder depende de quién lo ejerza, pues ello determina su uso benévolo o malévolo para la sociedad.

 

Indudablemente la propuesta política de la RI no tiene nada de liberadora ni transformadora desde una perspectiva libertaria. Desde el punto de vista de la RI, quien hoy ejerce el poder en la sociedad es el Estado, un actor ilegítimo, de forma que el poder es utilizado de una manera malévola por una minoría en perjuicio de la mayoría. Desde un prisma libertario hay coincidencia en este punto, sin embargo, el proyecto de la RI consiste en sustituir al actual detentador del poder, el Estado, por la asamblea popular soberana que es considerada el actor legítimo para ejercerlo. Esta legitimidad se basa en un criterio moral cuantitativo que es la voluntad de las mayorías que se forman en la asamblea. La premisa en la que se sustenta esta idea es coincidente con el pensamiento político de Rousseau, pues la voluntad general nunca se equivoca, por lo tanto, es buena ya que expresa el bien común. Se trata, en suma, de un sistema despótico en el que las mayorías deciden lo que está bien y lo que está mal al operar como imperativo categórico. Según la RI su sistema de gobierno no puede ser injusto por el simple hecho de que lo ejerce la mayoría. Las mayorías, al parecer, no son capaces de perpetrar injusticias.

 

Asimismo, la afirmación de que el poder es algo natural lleva implícita la idea de que el ser humano es intrínsecamente semejante a una fiera, al modo en el que lo describió Hobbes (“homo homini lupus est”), por lo que la única forma de evitar y limitar los posibles daños que pueda producir es a través de un poder regulador. Concretamente afirman lo siguiente: “Un concepto útil para entender el anarquismo de hoy es el de “acracia”. Este es un concepto equivocado (si de buscar la libertad se trata) que significa “sin poder” y “sin autoridad”. Esto es un error enorme, pues el poder no puede desaparecer, ni la coacción, ni la vigilancia, ni la fuerza armada, ni las cárceles…”

 

No es difícil inferir a partir de lo anterior que su sistema de democracia directa sin Estado implica un modelo de sociedad que, al menos en lo esencial, no se diferencia en nada importante de las sociedades estatistas al contemplar la pervivencia del mismo sistema de coacciones, vigilancia, represión, violencia, etc. Un modelo que se fundamenta en una antropología negativa absolutamente hostil hacia la persona y hacia la propia condición humana. En última instancia su modelo de sociedad es la cárcel, con la particularidad de que en su sistema de gobierno son los presos los que la gestionan y los que ejercen la vigilancia, control y represión de los unos contra los otros al hacer al mismo tiempo de carceleros. En eso consiste su idea de una sociedad libre.

 

La asamblea desempeña el papel de órgano central regulador de las relaciones sociales encargado de imponer una convivencia social forzada a través de múltiples coacciones. Las mayorías que se forman en la asamblea son las que imponen su voluntad a través de la violencia con toda clase de restricciones en la forma de castigos y prohibiciones. Este planteamiento conlleva el reconocimiento implícito del derecho exclusivo de la asamblea a utilizar la violencia contra los miembros de la comunidad, y asumir así el monopolio de la violencia legítima que actualmente está en manos del Estado. A esto se suma la introducción del concepto de territorialidad que es atribuido a la propia asamblea, lo que implica la existencia de unas fronteras políticas exteriores y de un derecho absoluto sobre dicho espacio geográfico. Sin duda, parecen ignorar completamente que las fronteras políticas y la territorialidad son un atributo exclusivo del Estado moderno, lo que en la práctica significa el establecimiento de una forma de protoestado.[25] Esta argumentación, llena de incoherencias, se conjuga con la crítica leninista al anarquismo al acusarlo de infantilismo, lo que refleja el trasfondo totalitario y extremadamente reaccionario tanto del proyecto de la RI como de sus impulsores, pues se trata de un argumento formulado desde una posición política-ideológica paternalista y, por tanto, profundamente despótica.[26] Esto es expresado del modo siguiente:

 

“Si se supera el infantilismo de estar contra todo poder, contra toda autoridad, se llega a la conclusión de que sí es necesario que exista un poder, el de una asamblea de iguales organizada mediante portavocías dispuestas, pertrechadas, [sic] del mandato imperativo de la mayoría. Y decimos portavocías que NO representantes. Un poder asambleario que debe tener la jurisdicción sobre un territorio. ¿Y que [sic] significa esta jurisdicción, este poder? Pues entre otras cosas el control, la vigilancia, el poder de coacción y castigo, el encarcelamiento, la expulsión, las prohibiciones…” [Las mayúsculas son del texto original].

 

La violencia opera, entonces, como método organizativo y es impartida por la asamblea donde las mayorías deciden sobre la vida de las personas. La propia idea de libertad que los demofascistas de la RI sostienen no es otra que la libertad como poder, una capacidad para coaccionar y utilizar la fuerza con la que aplicar las decisiones de la asamblea. Castigos, vigilancia, prohibiciones, etc., son cosas que, como se ha explicado antes, ya existen en las sociedades con Estado de hoy en día. La propuesta demofascista de la RI consiste en que las labores de represión, vigilancia, coacción, control, etc., queden en manos de la mayoría que gobierna a la sociedad, y más concretamente de sus jerifaltes. Esto último es lo que constata, una vez más, el carácter totalitario y opresivo del proyecto demofascista de la RI, lo que requiere una especial atención.

 

La propuesta política de la RI consiste en una asamblea central en la que las mayorías gobiernan la sociedad y establecen figuras de autoridad que ejercen poderes ejecutivos durante un mandato temporal. Así, según los demofascistas de la RI, estas figuras tienen autoridad sobre los individuos que forman la comunidad, pero no sobre la asamblea. Concretamente lo expresan del modo siguiente: “Los cargos anuales de la asamblea (rotatorios y/o por sorteo) tienen AUTORIDAD durante el tiempo de su mandato; y al [sic] la finalización del mismo deben RENDIR CUENTAS ante el órgano soberano que los designó-mandató: la ASAMBLEA. Los cargos tienen, por tanto, AUTORIDAD sobre los individuos que conforman la Asamblea, pero no sobre la ASAMBLEA.” [Las mayúsculas son del texto original].

 

El planteamiento en sí mismo es incongruente y un atentado contra la lógica. Si estas figuras ostentan autoridad sobre los individuos que forman la comunidad, es imposible que no ostenten igualmente autoridad sobre una asamblea que está formada por esos mismos individuos. ¿Qué impediría que estas figuras decidiesen encarcelar o mandar al exilio a sus críticos u opositores? De este modo, la asamblea podría ser depurada de posibles disidentes y convertida en un órgano sumiso y fiel a este grupo dirigente. Con el tiempo este sistema de gobierno evolucionaría hacia una forma de cesarismo que se da tanto en regímenes democráticos como totalitarios, donde una figura fuerte aglutina a un grupo dirigente de colaboradores, al mismo tiempo que concentra el poder en sus manos y establece un mando directo sobre la población mediante la eliminación de cualquier tipo de obstáculo o resistencia. Max Weber se refirió a ello para el caso de las democracias.[27] Laureano Vallenilla Lanz, en su Cesarismo Democrático, abogó por este tipo de sistema,[28] mientras que el fascismo lo acogió en su teoría y práctica política.[29] El marxismo-leninismo, por su parte, originó el culto a la personalidad.[30]

 

El salvoconducto de los demofascistas de la RI para justificar su distopía totalitaria es siempre el mismo, el poder democrático es legítimo, y cuando el poder no es democrático es autoritario y, por lo tanto, ilegítimo. Naturalmente, desde la perspectiva del sistema de valores que define al anarquismo, el poder, en tanto fuerza coactiva utilizada para gobernar a los demás, es ilegítimo en todos los casos debido a su naturaleza coercitiva, pues el anarquismo asume el principio de no agresión en el modelo de sociedad que propugna, sin por ello excluir el derecho a la legítima defensa tanto individual como colectiva.

 

Los demofascistas de la RI afirman lo siguiente: “En todo occidente encontramos un anarquismo que entiende que «toda organización humana genera poder», roles de poder o autoridad entre los participantes. En eso tienen razón, pero son incapaces de distinguir un poder legítimo democrático de otro autoritario.” Contrariamente a lo que piensan, el anarquismo no considera que toda organización humana necesariamente genere poder, precisamente porque la concepción del poder que el anarquismo utiliza es la de la coacción, la fuerza, la violencia física. La violencia no es el factor universal encargado de articular todas las formas de organización humana, de hecho, la realidad es justamente la contraria, lo habitual es que las organizaciones humanas se basen en la voluntariedad y en el acuerdo, ya sea tácito o formal. Una asociación micológica, un club de remo, una peña, una cuadrilla de amigos, un sindicato, una cooperativa, etc., son ejemplos de esta realidad al fundarse en la voluntariedad, pues nadie es obligado a pertenecer a ellas y sus participantes cooperan entre sí sin necesidad de utilizar la violencia.

 

En general, todas las sociedades presentan formas de cooperación social voluntaria, tal y como lo reflejan las redes de solidaridad a las que se refirió Kropotkin en El apoyo mutuo, algo que ya refleja que la anarquía en sí misma no es ninguna utopía, sino algo que está presente en la vida de innumerables colectivos humanos y de muchas personas individuales, tal y como quedó constatado en “La anarquía no es utopía. Esto contrasta con los Estados, donde somos obligados a tener algún tipo de documento identificativo, a pagar impuestos, a prestar el servicio militar, etc., porque, de lo contrario, somos castigados con multas, cárcel, etc. Afirmar que la violencia es el elemento definitorio de todas las relaciones sociales que articulan alguna forma de organización humana es, además de erróneo, algo totalmente disparatado que refleja la mentalidad totalitaria de este colectivo demofascista.

 

Los ataques al anarquismo de los demofascistas se extienden, asimismo, al ámbito económico. En lo que a esto respecta demuestran un desconocimiento tremendo de lo que es la propiedad privada al afirmar lo siguiente: “Por supuesto hoy en la calle uno se encuentra un anarquismo que te dice: “por abolición de toda la propiedad privada”. Esto es un liberticidio como la copa de un pino. La pequeña propiedad privada es legítima. Lo que es ilegítimo es la concentración, la acumulación de propiedad privada.” Lo cierto es que la propiedad significa que algo es de alguien porque la ley lo dice, y quien hace la ley es el Estado. De hecho, el Estado, a través de su legislación, creó la propiedad privada para recaudar impuestos, dado que con anterioridad habían imperado diferentes formas de propiedad en las que era imposible determinar quién era el propietario, pues nadie tenía derechos exclusivos sobre un determinado bien, tal y como ocurría con los condominios medievales, lo que dificultaba la labor recaudatoria del fisco. Por esta razón, el Estado dispone de un registro de la propiedad que le permite identificar a cada propietario para exigirle el pago de tributos. Si un propietario deja de pagar impuestos por su propiedad, el Estado se la embarga y hace con ella lo que le plazca. ¿Quién es realmente el dueño? Para eso ha servido la creación de la propiedad privada, para que el Estado se haya adueñado de absolutamente todo y, mientras tanto, ha creado una oligarquía de grandes propietarios que viven a su sombra. Por eso la propiedad es un robo. Pierre-Joseph Proudhon fue bastante clarificador sobre esto en su obra ¿Qué es la propiedad? al aclarar la distinción entre propiedad y posesión. En anarquía no habría propiedad, sino que sería sustituida por la posesión, lo que igualmente se aplicaría al ámbito de la producción económica.

 

Las infamias de los demofascistas contra el anarquismo se extienden a multitud de ámbitos. Nada de esto les impide asumir tesis socialdemócratas, como la expuesta por Karl Polanyi en su obra La gran transformación acerca del origen del capitalismo como producto del Estado, cuando lo cierto es que se trata de una consecuencia no prevista de la competición geopolítica internacional y, por tanto, de la guerra y del militarismo en el contexto de unas circunstancias históricas y de desarrollo tecnológico peculiares como las de la Europa moderna. Esto ya fue ampliamente explicado en “El capitalismo: Hijo bastardo del militarismo”, en “La influencia de la competición geopolítica internacional en la formación del capitalismo”, y mucho antes en la obra de Werner Sombart Guerra y capitalismo, así como en el artículo de Robert Kurz “Cañones y capitalismo: la revolución militar como origen de la modernidad”.

 

El demofascismo también practica el victimismo como arma arrojadiza contra sus enemigos, y se queja de la falta de libertad de expresión cuando su modelo de sociedad es, por razón de sus principios organizativos, una tiranía totalitaria en la que difícilmente puede vislumbrarse algún atisbo de libertad de expresión. Algo que, al fin y al cabo, los propios demofascistas han aplicado al espacio de la RI eliminando toda pluralidad y asfixiando cualquier crítica, hasta el punto de ser hoy un espacio sectario entregado a las teorías conspiracionistas más delirantes. En la práctica, los demofascistas de la RI son unos liberticidas al reclamar la libertad para sí mismos al mismo tiempo que se la niegan a los demás, especialmente si alguien expresa discrepancias con sus postulados. De hecho, los demofascistas no admiten la posibilidad de discrepancias, y cuando estas se producen, ya sea dentro o fuera de su propio espacio, las consideran un ataque, lo que refleja la mentalidad totalitaria que les define. Se valen del miedo para amedrentar a su entorno e instigar la autocensura bajo la presión de represalias como señalamientos, ataques personales, etc., al igual que toda secta.

 

Por tanto, el proyecto político de la RI plantea esencialmente una sociedad de mandato en la que la asamblea ocupa un lugar central en el control, supervisión y regulación de las relaciones sociales. Fuera de la asamblea todo son obligaciones, el individuo no cuenta nada al no tener derechos frente a la comunidad. Lo que prima es lo colectivo, el bien común y, sobre todo, la voluntad general que es expresada por las mayorías que se forman en la asamblea. La RI no presenta, entonces, un proyecto civilizador al plantear la violencia como principio organizador de la sociedad, al igual que ya hacen los Estados, lo que sin lugar a dudas es lo más incivilizado que existe. Inevitablemente esto impide, asimismo, cualquier transformación axiológica en la medida en que su premisa central, el gobierno de la mayoría, únicamente puede contribuir a perpetuar todos los males morales propios de las sociedades estatistas: irresponsabilidad, desconfianza, odio, crispación, resentimiento, competición destructiva, etc.

 

Conclusiones

 

A tenor de lo hasta aquí expuesto, puede concluirse que existe una relación de continuidad entre la democracia directa y el totalitarismo, de forma que este sistema de gobierno democrático conduce a una sociedad totalitaria sin Estado. Cabría señalar que el contexto tecnológico actual sería un factor facilitador de algo semejante al proveer los medios técnicos a través de los que ejercer el control, supervisión y represión de la población.

 

La democracia directa instituye en la asamblea popular soberana los poderes de los que actualmente está investido el Estado, y se convierte en el organismo regulador del conjunto de las relaciones sociales. La concentración de poder es total, al igual que su ámbito de actuación que se extiende a todas las esferas de la existencia humana. De este modo, la violencia es irradiada a todos los ámbitos y a lo largo de toda la sociedad, mientras que el individuo está indefenso frente a un poder que no tiene límites. Ese poder sin límites lamina al conjunto de la población y la homogeniza al suprimir toda diferencia y heterogeneidad.

 

Ciertamente, diferentes autores ya habían constatado las conexiones entre la democracia y el totalitarismo, pero no habían llegado a establecer una relación clara de continuidad en la que la primera desemboca en una sociedad totalitaria. Por esta razón, el término demofascista refleja esa continuidad y esa combinación de elementos que aparentemente resultan dispares pero que comparten un trasfondo común como es la violencia como método organizativo de la sociedad, la homogeneidad social, la ausencia de derechos y libertades individuales junto a una extensión ilimitada del ámbito de actuación del órgano de decisión política, y el comunitarismo. Todo esto, huelga decir, se combina con prácticas típicamente totalitarias como el asesinato político, el linchamiento y el terror como consecuencia de la ausencia de una limitación del poder o de alguna separación de sus elementos constitutivos, de forma que asuntos como la impartición de la justicia se convierten en una cuestión política lo que, junto a la ausencia de tribunales de apelación, socava cualquier proceso con garantías para las personas enjuiciadas, así como la primacía de unas normas preestablecidas y no del capricho político de una asamblea.

 

Aunque en este artículo la atención se ha centrado en la democracia directa, mucho de lo expuesto es aplicable también a la democracia representativa. De hecho, la experiencia histórica muestra cómo algunas democracias liberales transitaron hacia regímenes totalitarios, tal y como lo reflejan los casos de Italia y Alemania. Por esta razón, el término demofascista resulta de lo más apropiado para referirse al trasfondo totalitario que ambos sistemas políticos comparten. En el caso de la democracia representativa dicho trasfondo está presente como una posibilidad latente en el ordenamiento constitucional, mientras que en la democracia directa constituye una realidad palpable en la forma de un sistema que concentra todo el poder en una asamblea que no tiene frenos, y donde el individuo no cuenta nada al carecer de derechos frente a la comunidad.

 

El espacio de la RI constituye un claro ejemplo de demofascismo en el Estado español, cuyo proyecto político supone la implantación de un modelo de sociedad totalitaria en el que el individuo es condenado al permanente sometimiento a la asamblea, y donde perviven las mismas estructuras opresivas estatales pero gestionadas por amateurs. Su proyecto constituye una distopía que no dejaría de reproducir muchos de los problemas ya existentes en las sociedades estatistas, y con ellos los mismos problemas a nivel moral al tratarse de un orden fundado y sostenido por la violencia como método organizativo.

 

Los demofascistas españoles aspiran a implantar una tiranía totalitaria, lo que en la práctica equivale a establecer el modelo de sociedad-cárcel que propugnan. El desarrollo de la justificación ideológica de esta propuesta, como ha podido comprobarse, no es especialmente novedoso si se tiene en cuenta que reproduce las mismas ideas-fuerza presentes en el pensamiento político de Rousseau, lo que se combina con una acusada e histriónica incontinencia verbal. Lo que sí resulta novedoso es la combinación de elementos ideológicos dispares, lo que en el fondo conduce a la pregunta de ¿qué es lo específicamente fascista en los demofascistas? O dicho de otro modo, ¿qué rasgos propios del fascismo caracterizan a esta secta política?

 

Las preguntas anteriores ya han sido en gran parte respondidas al aclarar esos elementos comunes que comparten la democracia y los sistemas totalitarios. Sin embargo, no por ello es menos necesaria una contextualización ideológica en lo que respecta al espacio de la RI de un modo específico, el cual constituye en la actualidad la expresión de un fenómeno político más amplio en el que se da la convergencia de elementos ideológicos de los polos opuestos del radicalismo político en un mismo discurso y proyecto. Por esta razón, la RI puede ser catalogada como parte del ecosistema del llamado rojipardismo, un universo que no es nuevo,[31] pero que en los últimos tiempos ha adquirido una creciente notoriedad debido a los cambios que han atravesado los espacios del radicalismo político como consecuencia de la irrupción de los populismos de izquierda y derecha en el ámbito institucional. El fermento ideológico resultante de la integración de ideas dispares en un mismo discurso implica una nueva lógica política que no atiende a los marcos de análisis convencionales, pero que mantiene el trasfondo autoritario típico de los proyectos totalitarios del s. XX.[32]

 

Así pues, los elementos ideológicos que de alguna manera constituyen rasgos típicamente fascistas y que están presentes en el discurso de la RI son, por un lado, el culto al poder en la forma de la asamblea popular soberana. Por otro lado, el rechazo de cualquier forma de pluralismo en la sociedad al abogar por un modelo social homogéneo y cerrado fundado en un supuesto interés común, el cual está, a su vez, ligado a una determinada identidad política. A esto se suma la concentración y centralización del poder político que, al no encontrar límites al no haber separación de poderes ni derechos y libertades individuales, interviene en todos los ámbitos de la existencia humana.

 

A todo lo anterior cabe sumar otros elementos de su discurso político que no han sido abordados en el presente artículo, y que también son coincidentes con el fascismo. Estos son un ultranacionalismo de base étnica que se concreta en una posición ideológica xenófoba y racista. Este aspecto del demofascismo español requiere un análisis crítico específico, pero cabe decir que este etnonacionalismo se conjuga, también, con la adhesión a diferentes teorías conspiracionistas en relación con los procesos migratorios y la problemática económica y cultural a la que están ligados. No hay que olvidar que los fascismos, además de su nacionalismo étnico, como sucede con el nazismo, siempre han tendido a recurrir a teorías conspirativas como un sello distintivo de su propaganda.[33]

 

Por último, y no menos importante, los demofascistas españoles contemplan el uso de la violencia para el logro de sus objetivos, lo que implica la eliminación de aquellos obstáculos que se interpongan en su camino. Esto se concreta, al menos por ahora, en el señalamiento de personas que son consideradas enemigas de su causa, y en la instigación de la violencia contra estas personas y aquellos grupos que son considerados hostiles a sus intereses. Indudablemente, esto convierte a los anarquistas en potenciales objetivos de sus ataques en el futuro, lo que exige la adopción de medidas preventivas dirigidas a impedir, o por lo menos dificultar, la difusión de su propaganda en espacios libertarios en los que han estado parasitando.

 

Es fundamental, por tanto, llevar a cabo una labor de información y denuncia pública de su discurso. Esta tarea requiere análisis críticos que expongan con toda crudeza el trasfondo totalitario de esta secta y su proyecto político distópico, además de refutar sus ideas y contraargumentarlas. Todo esto constituye al mismo tiempo una oportunidad para explicar la anarquía como alternativa a este tipo de sistemas despóticos al plantear un modelo de sociedad basado en la libertad.

 

[1] Un texto que pone de manifiesto el carácter totalitario de la revolución francesa es “Desmitificando la revolución francesa”. No hay que olvidar que una de las primeras consecuencias de la revolución fue la prohibición del derecho de asociación, lo que se aplicó con especial celo en el ámbito del trabajo contra los obreros y sus sindicatos, a lo que cabe sumar la prohibición del derecho de huelga, que no fue restablecido hasta 1864 durante el gobierno de Émile Ollivier durante el II Imperio.

[2] Para las reflexiones que siguen son tomadas como referencia las siguientes obras: Schmitt, Carl, Sobre el parlamentarismo, Madrid, Tecnos, 1990. Idem, Teoría de la constitución, Madrid, Alianza, 1996.

[3] Este punto de vista es confirmado por el propio Benito Mussolini quien sostiene una concepción cualitativa del pueblo que lo define como un modo de ser, una personalidad, lo que le lleva a redefinir el concepto de democracia desde una perspectiva fascista. “El Fascismo, por lo tanto se opone a la democracia que asimila el pueblo a la mayoría de individuos y lo rebaja a ese nivel. Y sin embargo, es la forma más pura de la democracia. Por lo menos, si el pueblo es concebido, como debe serlo, en su aspecto cualitativo y no cuantitativo (…)”. Mussolini, Benito, La doctrina del fascismo, Ediciones Foro Céltica, p. 5.

[4] Ramas San Miguel, Clara, “El Estado total en Carl Schmitt: desbordamiento de lo político y decisión totalitaria: una reconstrucción teórico-doctrinal”, Revista de Historia de las Ideas Políticas, Vol. 22, Nº 1, 2019, pp. 141-156.

[5] Este planteamiento de los filósofos ilustrados y de sus sucesores no se diferencia en nada del catecismo de la iglesia católica, el cual afirma que el ser humano es libre por naturaleza, pero sólo para hacer el bien, mientras que la iglesia se encarga de definir lo que es el bien. La filosofía ilustrada es una secularización de ideas religiosas presentes en la cultura occidental, lo que le ha llevado a reproducir el mismo tipo de razonamiento en el ámbito inmanente de la política.

[6] La existencia de regímenes autoritarios no requiere necesariamente la existencia del Estado. Así, por ejemplo, las sociedades de jefatura compleja entrañan una forma de autoritarismo sin Estado. Más recientemente, diferentes formulaciones ideológicas antiestatistas han planteado sistemas autoritarios en sociedades sin Estado, como es la propuesta política de Keith Preston. De hecho, en la periferia del nacionalismo blanco y otras corrientes de extrema derecha se han producido mutaciones ideológicas de esta naturaleza. La diferencia en relación con otras ideologías autoritarias y sus correspondientes modelos de sociedad es que la opresión se produce en estos casos a una escala menor. Lyons, Matthew N., “Rising Above the Herd: Keith Preston’s Authoritarian Anti-Statism”, New Politics, Vol. 7, Nº 3, 2011. Preston, Keith, “The Thoughts That Guide Me: A Personal Reflection”, Attack the System, 2005. Macklin, Graham D., “Co-opting the counter culture: Troy Southgate and the National Revolutionary Faction”, Patterns of Prejudice, Vol. 39, Nº 3, 2005, pp. 301-326. Para las sociedades de jefatura ver: Service, Elman R., Primitive Social Organization: An Evolutionary Perspective, Nueva York, Random House, 1971. Sahlins, Marshall D., “Poor Man, Rich Man, Big-man, Chief: Political Types in Melanesia and Polynesia”, Comparative Studies in Society and History, Vol. 5, Nº 3, 1963, pp. 285-303.

[7] Un estudio pormenorizado de la evolución del pensamiento político en el s. XIX se encuentra en Jouvenel, Bertrand de, Los orígenes del Estado moderno. Historia de las ideas políticas en el siglo XIX, Toledo, Editorial Magisterio Español, 1977.

[8] Gentile, Emilio, “Totalitarian Regimes”, en Badie, Bertrand (Ed.), International Encyclopedia of Political Science, Thousand Oaks, Sage, 2011, Vol. 8, 2627-2633. Hassner, Pierre, “Totalitarianism”, en Badie, Bertrand (Ed.), International Encyclopedia of Political Science, Thousand Oaks, Sage, 2011, Vol. 8, pp. 2633-2636. Tannenbaum, Donald G., “Totalitarianism”, en Kurian, George Thomas (Ed.), The Encyclopedia of Political Science, Washington DC, CQ Press, 2011, Vol. 5, 1673-1674.

[9] Rousseau, Jean-Jacques, El contrato social, Barcelona, Altaya, 1993, p. 107.

[10] Citado en Sabine, George H., Historia de la teoría política, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 448.

[11] Rousseau, Jean-Jacques, op. cit., p. 30.

[12] Vallès, Josep M., Ciencia política. Una introducción. Barcelona, Ariel, 2004, p. 161.

[13] Rousseau, Jean-Jacques, op. cit., pp. 18-19.

[14] El uso de la violencia es un rasgo común de todos los sistemas de gobierno. Así, la democracia liberal también contempla la existencia de un aparato coercitivo con el que una minoría escindida de la sociedad gobierna al resto. Sin embargo, los regímenes demoliberales no hacen de la violencia un elemento central de la organización política sino que, por el contrario, es el consentimiento de la población el pilar sobre el que se articula su coerción. De esta forma, la violencia es legitimada a través de unas elecciones periódicas y competitivas en las que se eligen a unos representantes que son los responsables políticos de la gestión de dicho aparato coercitivo, todo ello en un contexto en el que el poder político está fragmentado y son reconocidos expresamente una serie de derechos y libertades individuales. Los sistemas demoliberales, por tanto, contemplan ciertas limitaciones al uso de la violencia, mientras que el consentimiento es lo que le dota de la legitimidad que hace posible la cooperación entre gobernantes y gobernados. Por el contrario, la democracia directa, dada su naturaleza anti-liberal, al igual que los sistemas totalitarios, recurre a la violencia, al mismo tiempo que se vale de mecanismos ideológicos y propagandísticos para favorecer la colaboración en el seno de la sociedad. La ausencia de derechos y libertades individuales es lo que hace, en definitiva, que dichos instrumentos ideológicos desempeñen un papel auxiliar del uso de la violencia como método de organización, pues al tratarse de modelos de sociedad cerrados y excluyentes, todo el mundo está obligado a pensar de la misma manera, mientras que la discrepancia con el grupo está perseguida.

[15] La violencia como método organizativo está en la base del fascismo en la medida en que primeramente y antes que nada fue acción y sólo más tarde una doctrina política. El propio nombre originario del fascismo fue “Fasci italiani di combattimento”, refleja esta realidad, pues la acción del fascismo estuvo marcada por la violencia. Este planteamiento estuvo inspirado en las ideas de Georges Sorel acerca de la violencia en las luchas obreras, y se sustentaba en la experiencia del sindicalismo revolucionario en la que habían participado los primeros militantes fascistas. Esta experiencia, a su vez, se conjugó con la de los excombatientes de la Primera Guerra Mundial cuya desmovilización al término del conflicto bélico generó unas condiciones favorables para que el fascismo se convirtiese en un movimiento de masas. Sorel, Georges, Reflexiones sobre la violencia, Madrid, Alianza, 2005.

[16] Bobbio, Norberto y Michelangelo Bovero, Sociedad y Estado en la filosofía moderna. El modelo iusnaturalista y el modelo hegeliano-marxiano, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, pp. 102-103.

[17] Hobbes, Thomas, Leviatán, Madrid, Editora Nacional, 1980, pp. 230-231. Locke, John, Segundo tratado sobre el gobierno civil. Un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del gobierno civil, Madrid, Tecnos, 2010, p. 125.

[18] En este contexto se entiende por derechos los de tipo negativo, es decir, aquellos que garantizan la autonomía del individuo frente a injerencias externas como puede ser la propia comunidad. Todo esto guarda relación con la cuestión de las libertades positivas y negativas, tal y como las conceptualizó Isaiah Berlin, y que tiene sus antecedentes en la discusión que desarrolló Benjamin Constant en el s. XIX sobre la libertad en los antiguos y en los modernos. Berlin, Isaiah, Dos conceptos de libertad y otros escritos, Madrid, Alianza, 2005. Constant, Benjamin, Sobre el espíritu de conquista. Sobre la libertad en los antiguos y en los modernos, Madrid, Tecnos, 2002.

[19] Vallès, Josep M., op. cit., p. 161.

[20] La tradición jurídica occidental se caracteriza por justamente lo contrario, favorecer la fragmentación del poder, lo que ha encontrado su concreción en el desarrollo constitucional de diferentes países. En el mundo anglosajón se encuentran los Bill of Rights como un instrumento para limitar los poderes de la corona, junto a la jurisprudencia a través del Common Law. En el mundo hispánico se encuentra el sistema de fueros que se extendía a lo largo de una variada cantidad de jurisdicciones a diferentes niveles, lo que permitió limitar durante muchos años el poder de la corona, de la nobleza, etc. En la era moderna, como resultado de las transformaciones políticas y sociales sobrevenidas a partir del Renacimiento, aparecieron las teorías contractuales que fundamentaron las constituciones liberales de diferentes países en las que se establecen frenos al poder político con el reconocimiento de derechos y libertades individuales, lo que se compagina con la separación de poderes. Como rápidamente puede deducirse, la democracia directa es completamente ajena a esta tradición jurídica y política, y no contempla frenos de ningún tipo al poder de las mayorías que se forman en la asamblea. En este sentido, puede afirmarse que la democracia directa, en la misma línea que el totalitarismo, es una completa negación de la civilización, al menos tal y como esta se ha desarrollado y concebido históricamente en el mundo occidental. Al fin y al cabo no puede olvidarse que el principal ideólogo de la democracia directa, Rousseau, manifestó un abierto desprecio hacia la civilización en general debido a la visión distorsionada que tenía de esta. Ver: Rousseau, Jean-Jacques, Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 2014.

[21] En relación con esto hay que recordar que los socialistas libertarios que participaron en la Primera Internacional eran individualistas, del mismo modo que los anarcocomunistas de finales del s. XIX, quienes afirmaban que la propiedad privada en los medios de producción y el trabajo asalariado niegan la autonomía del individuo. Algunos ejemplos son Benjamin Tucker, Lysander Spooner, William Batchelder Greene o Joseph Déjacque, entre otros.

[22] Bases para una Revolución Integral, p. 19 (versión epub).

[23] Los demofascistas españoles se basan para afirmar esto en la supuesta existencia de individuos que se dicen anarquistas y que al mismo tiempo se manifiestan partidarios del Estado de bienestar, a pesar de lo cual no presentan ningún ejemplo que sirva de prueba de su afirmación. Lo cierto es que si alguien llega a casa borracho como una cuba todos los días, todo el mundo sabrá que se trata de un alcohólico por mucho que esa persona diga que es abstemia. Lo mismo es aplicable a esos supuestos anarquistas a los que se refieren los demofascistas. Naturalmente, la inopia cultural de los demofascistas les impide diferenciar a un anarquista de un socialdemócrata, sencillamente porque desconocen completamente lo que es el anarquismo.

[24] Esta definición de poder se basa parcialmente en lo recogido en Dahl, Robert, “The Concept of Power”, Behavioral Science, Vol. 2, Nº 3, 1957, pp. 201-215.

[25] La bibliografía en relación con esta cuestión es bastante prolija, así que aquí sólo se aportan unas breves referencias para algo que está más que demostrado. Buisseret, David (Ed.), Monarchs, Ministers and Maps: The Emergence of Cartography as a Tool of Government in Early Modern Europe, Chicago, University of Chicago Press, 1992. Strandsbjerg, Jeppe, “The Space of State Formation”, en Lars Bo Kaspersen y Jeppe Strandsbjerg (Eds.), Does War Make State? Investigations of Charles Tilly’s Historical Sociology, Cambridge, Cambridge University Press, 2017, pp. 127-153.

[26] En El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, Lenin desarrolla una crítica a las corrientes de extrema izquierda de su tiempo. Gran parte de esta crítica es aplicable al anarquismo.

[27] Weber, Max, “Parliament and Government in a Reconstructed Germany (A Contribution of the Political Critique of Officialdom and Party Politics)”, en Guenther Roth y Claus Wittich (Eds.), Economy and Society: An Outline of Interpretive Sociology, Berkeley, University of California Press, 1978, Vol. 2, pp. 1381-1469. Ver también: Kronman, Anthony T., Max Weber, Londres, Edward Arnold, 1983, pp. 175-182. Casper, Gerhard, “Caesarism in Democratic Politics: Reflections on Max Weber”, SSRN, 22 de marzo de 2007.

[28] Ver también: Von Vacano, Diego A., The Color of Citizenship: Race, Modernity and Latin American/Hispanic Political Thought, Oxford, Oxford University Press, 2012, pp. 83-111.

[29] Gentile, Emilio, The Struggle for Modernity: Nationalism, Futurism, and Fascism, Westport, Greenwood Publishers, 2003, pp. 137–138.

[30] Pittman, John, “Thoughts on the «Cult of Personality» in Communist History”, Science and Society, Vol. 81, Nº 4, 2017, pp. 533-547.

[31] Algunos autores, como el anarquista Luigi Fabbri, llamaron fascismo rojo al uso de métodos fascistas por organizaciones comunistas. Aunque hay que señalar que el fascismo copió del bolchevismo sus métodos expeditivos con los que construyeron su Estado totalitario, tal y como Otto Rühle señaló en su momento. Fabbri, Luigi, “The Preventive Counter-revolution”, p. 41. Versión original: Idem, La contro-rivoluzione preventiva, Bolonia, Licinio Cappelli, 1922, p. 92. Rühle, Otto, The Struggle Against Fascism Begins with the Struggle Against Bolshevism, Catania, Bratach Dubh Editions, 1981, p. 5. Franz Borkenau, por su parte, ya puso de relieve la cercanía entre los totalitarismos fascista y bolchevique, mientras que en el periodo de entreguerras proliferaron las opciones políticas que combinaban elementos ideológicos de la extrema izquierda y de la extrema derecha en sus programas políticos. Ver: Borkenau, Franz, The Totalitarian Enemy, Londres, Faber and Faber, 1939. Faye, Jean Pierre, Los lenguajes totalitarios, Madrid, Taurus, 1974.

[32] Este tipo de lógica ya fue avanzada por la llamada Nouvelle Droite en Francia en la década de 1970 al plantear abiertamente la superación del marco dicotómico y binario del eje izquierda-derecha mediante la integración de elementos ideológicos de ambos campos para, a partir de entonces, pensar simultáneamente lo que hasta ahora ha sido pensado contradictoriamente. Todo esto formaba parte, y así lo sigue siendo en gran medida, de la estrategia de recomposición de la extrema derecha y del neofascismo contemporáneo en su intento de superar su gueto político tradicional y ampliar así su base social. Benoist, Alain de, La nueva derecha, Barcelona, Planeta, 1982, pp. 57-58.

[33] En el campo ideológico del marxismo también hay un gran influjo de las teorías conspiracionistas con la particularidad de que estas subyacen al propio sistema de pensamiento marxista. Así, Lenin tomó prestada la teoría conspiracionista del imperialismo esbozada por John Hobson y desarrolló su propia explicación de este fenómeno la cual, en esencia, mantiene el planteamiento básico de Hobson de que la gran finanza conspira entre bastidores para manipular al poder político. En general, el marxismo es una explicación de la realidad social, política y económica que conduce a conclusiones conspiracionistas al afirmar que las empresas, y más concretamente la clase burguesa, conspira constantemente para manipular al poder político. Hobson, John A., Estudio del imperialismo, Madrid, Alianza, 1981. Lenin, Vladimir I., El imperialismo, fase superior del capitalismo, Madrid, Fundamentos, 1974.