La democracia es el gobierno de la mayoría. Así está ampliamente reconocido. Sin embargo, son poco habituales los análisis que estudian la democracia desde un punto de vista contraintuitivo, es decir, como el gobierno de una minoría y los escenarios a los que puede conducir.
Así pues, el presente artículo se propone un análisis a contrapelo de todo lo que hasta ahora se ha explicado acerca de la democracia como sistema de gobierno de la mayoría y centrar la atención en el papel de las minorías mandantes,[1] lo que sirve para poner de manifiesto una contradicción interna e intrínseca a esta forma política. Una contradicción que deslegitima en su base misma a la democracia al cuestionar que esta sea un gobierno de la mayoría tal y como habitualmente se piensa.
Aunque la democracia es el gobierno de la mayoría, es necesario relativizar esta afirmación que, sin dejar de ser cierta, requiere ciertas matizaciones para ubicarla en el contexto más amplio en el que dicha mayoría ejerce el poder. En este sentido, hay que destacar que la democracia es un sistema político que, al igual que todos los sistemas autoritarios, se basa en una forma de exclusión social que determina quién ostenta derechos políticos y, por tanto, puede participar en los procesos decisorios, y quién no. Estos últimos quedan excluidos de la vida política.
El carácter excluyente de la democracia a la hora de determinar quién forma parte de la comunidad política y quién no implica la institución de un principio de desigualdad política, pues determina quién ostenta derechos políticos y, por tanto, participa en el ejercicio del poder político, y quién, por el contrario, carece de estos derechos y se limita a cumplir las decisiones tomadas por los primeros. Todo esto se refleja en las relaciones de poder entre gobernantes y gobernados. Consecuentemente, esta primera diferenciación entre quienes integran la comunidad política y quienes quedan excluidos de la misma es decisiva, pues no sólo articula una relación política entre gobernantes y gobernados, sino que constata que la democracia no se fundamenta en un principio de igualdad, lo que conduce a que una minoría social sea la que ejerza el poder político sobre el conjunto de la población que abarca la comunidad política.
Sin embargo, el principio de desigualdad a partir del que se excluye a una parte de la sociedad de la participación en el poder político se basa, a su vez, en una igualdad sustantiva fundada en determinades cualidades compartidas que pueden ser físicas o morales. Por tanto, si se cumplen unas determinadas condiciones, se puede formar parte de la comunidad política. Estas condiciones que confieren derechos políticos a quienes las reúnen pueden ser de lo más variadas, lo que refleja que la democracia no es universal, sino restringida a un grupo social determinado que cumple unos requisitos concretos que hacen que sus integrantes compartan una misma identidad. A lo largo de la historia estas condiciones han sido de lo más diversas, como los varones mayores de edad, una persona por casa, el lugar de nacimiento, la pertenencia a una determinada comunidad étnica en virtud del ius sanguinis, etc.
La democracia exige, entonces, una igualdad sustantiva para los miembros de la comunidad política, de tal forma que sea posible hablar de un demos. Una igualdad que se funda en una determinada identidad compartida por quienes constituyen la comunidad política. Por esta razón, la democracia requiere la homogeneidad social como condición previa para poder existir como sistema político, al mismo tiempo que favorece dicha homogeneidad mediante la represión de la heterogeneidad y pluralidad social.[2] Esta homogeneidad fundada en una identidad común es la que permite hablar de un interés común en torno al que se articula la voluntad general y la identificación de un bien común.[3] Todo esto, en definitiva, contribuye a configurar una comunidad política integrada por una minoría en relación con el conjunto de la población que dicha comunidad abarca. Es decir, quienes ostentan derechos políticos y ejercen el poder político como tal son una minoría, pues la democracia no contempla derechos políticos universales al restringirlos a un grupo social específico en función de unas determinadas condiciones. La democracia, en definitiva, se fundamenta en un particularismo que es el que dota de cohesión a quienes son portadores de derechos políticos y constituyen la comunidad política.
La explicación anterior problematiza y cuestiona la base misma de la democracia en tanto gobierno de la mayoría, y cuestiona también la base de su legitimidad, pues la mayoría es la que articula la voluntad general, y esta última es la única legítima para tomar decisiones políticas, pues nunca se equivoca.[4] Sin embargo, la validez de la democracia conforme a sus propios principios—el gobierno de la mayoría y la voluntad general—está acotada a la propia comunidad política y no se extiende al conjunto de la sociedad que dicha comunidad eventualmente puede abarcar. Esto se debe, como se ha dicho, al particularismo sobre el que se funda la democracia al tomar una determinada identidad como base para la existencia de un interés común y, por tanto, de un bien común. La democracia no es universalista, sólo en relación con quienes forman la comunidad política, es decir, aquellos que ostentan derechos políticos porque comparten la misma identidad en la que se concreta la concepción de igualdad sustantiva de este sistema de gobierno.
La democracia como sistema de gobierno de la mayoría se da, por tanto, entre quienes forman la comunidad política al compartir una misma identidad que les confiere derechos políticos. En el caso de la democracia directa, estas personas portadoras de derechos políticos se organizan a través de un órgano político colegiado—asamblea, consejo, foro, etc.—que toma las decisiones políticas correspondientes que reflejan la voluntad general. Esta voluntad general se configura de acuerdo con el principio de las mayorías que se forman en dicho órgano colegiado a través de votaciones que aprueban o rechazan las mociones presentadas en los plenos. Así pues, la democracia sólo es el gobierno de la mayoría en el seno de la asamblea al ser donde estas se configuran y constituir al mismo tiempo el órgano que ostenta la titularidad del poder político y, por tanto, cuyas decisiones son de obligado cumplimiento.
Lo anterior pone de relieve que la democracia es un sistema de gobierno de la mayoría bajo unas condiciones muy delimitadas y concretas, pues fuera de la asamblea, que es el órgano político que ostenta la soberanía, la democracia es el gobierno de una minoría en la medida en que sus decisiones son el resultado de la voluntad de una minoría en relación con el conjunto de la sociedad sobre la que dicha asamblea ejerce el poder político. En la práctica, la mayor parte de la población está excluida del proceso de decisión política que se desarrolla en la asamblea, pues quienes tienen derechos políticos son una minoría, y quienes toman las decisiones políticas son, a su vez, una minoría más reducida. Sin embargo, el principio de legitimidad en torno al que se organiza la democracia, que es el gobierno de la mayoría, se utiliza a efectos prácticos para presentar las decisiones de la mayoría asamblearia como si fueran, a su vez, la expresión de la voluntad de la mayoría de la sociedad cuando esta, como se ha dicho, permanece excluida de los procesos decisorios. La razón no es meramente propagandística, sino que se asienta en el hecho de que la comunidad como tal la conforman las personas con derechos políticos. Todos los demás no cuentan, pues no forman parte del demos y, por tanto, no son pueblo.
Si lo hasta ahora explicado contribuye en gran medida a relativizar la democracia como el sistema de gobierno de la mayoría, no menos importante es abordar la dinámica interna a la que eventualmente puede conducir un sistema político de estas características. En este sentido, los procesos decisorios en este tipo de sistema producen unos resultados que también tienden a contradecir o cuestionar el principio de las mayorías que inspira a esta forma de gobierno. Esto es lo que sucede con el cesarismo. Sin embargo, para explicar el modo en el que una democracia, en este caso directa, puede desembocar en alguna forma de cesarismo, resulta necesario abordar primeramente la dinámica política democrática.
En la medida en que la asamblea constituye un espacio de poder, y que las relaciones de poder en este espacio se articulan en torno al principio de las mayorías, la lucha política se desarrolla a través de diferentes facciones que compiten entre sí en la toma de decisiones, y que buscan formar sus propias mayorías. Si bien este es el rasgo definitorio de la dinámica general de toda democracia, incluida la directa, existen otros elementos que caracterizan el funcionamiento de este sistema que ayudan a entender la aparición del cesarismo.
El cesarismo no es un resultado fortuito de la democracia, sino la consecuencia de las dinámicas que marcan la lucha política en este sistema de gobierno. En lo que a esto respecta, el funcionamiento de la democracia directa tiende a la formación de facciones que, a su vez, están encabezadas por pequeños grupos muy bien organizados y con capacidad de movilización para atraer a sus posiciones los apoyos precisos para conformar mayorías. De hecho, la democracia directa incentiva la formación de estos pequeños grupos que conforman una élite de políticos cuasi profesionales que finalmente son los que toman las decisiones. Lo que a continuación sigue son una serie de ejemplos de esta realidad.
Debido a que la democracia directa supone la concentración del poder en manos de una asamblea que se erige en soberana, cualquier cuestión puede ser sometida a deliberación en este órgano decisorio al ostentar competencias en todos los ámbitos. La consecuencia de esto es que los plenos recojan un sinnúmero de asuntos que son discutidos, lo que hace que sólo unos pocos, con más tiempo que los demás, puedan ocuparse de esto. Las ausencias en los plenos por parte de aquellas personas que no tienen tiempo, o que no puedan quedarse hasta el final, contribuye a que una minoría sea la que finalmente monopolice las decisiones.
Juntamente con lo anterior, las diferentes facciones en lucha desarrollan sus propias estrategias para lograr formar mayorías y aprobar sus propias mociones. Este es el caso de las estrategias de desgaste que, a través del agotamiento de los rivales—para lo cual existen diferentes procedimientos—se logra la aprobación de la moción. Asimismo, la dinámica de los plenos hace imposible la intervención de todos los participantes, especialmente cuando estos son numerosos, de manera que las intervenciones son monopolizadas por grupos reducidos de personas que se organizan en torno a líderes que marcan la línea de acción.
La formación de grupos relativamente bien organizados que desarrollan diferentes estrategias para la consecución de sus objetivos ilustra muy bien la dinámica que entraña el proceso político de una democracia directa. Un ejemplo de cómo el funcionamiento de una democracia de este tipo queda en manos de una minoría que, finalmente, domina las decisiones hasta el punto de monopolizarlas de facto es la movilización de los miembros de la comunidad política. Cuanto mejor organizadas están estas minorías, más fácil les resulta movilizar a sus adherentes, lo que normalmente se concreta en la existencia de diferentes redes de seguidores de los líderes de cada facción. Estas redes son activadas y movilizadas para llevar preparado el voto antes de un pleno.
Las dinámicas antes descritas se agravan todavía más en comunidades políticas relativamente extensas que integran a un número considerable de personas, lo que da lugar a lo que Robert Michels llamó la ley de hierro de la oligarquía.[5] Según esta teoría, es inevitable que en el seno de una organización democrática surja, ya sea por razones tácticas como por necesidades técnicas de la propia organización, el gobierno de una élite u oligarquía. De este modo, se forma una clase de dirigentes que desempeña funciones directivas, ejecutivas, administrativas y de portavocía. La democracia directa, a tenor de lo explicado antes, ofrece unas condiciones favorables para el surgimiento de una oligarquía con sus respectivos líderes, lo que eventualmente puede conducir a formas de cesarismo.
Sin embargo, ¿qué es exactamente el cesarismo? El término como tal hizo su aparición en torno a 1846 de la mano del historiador alemán Johann Friedrich Böhmer para referirse al sometimiento de la Iglesia católica por parte del Estado.[6] No fue hasta 1850 que este término adoptó un uso más sistemático y ambicioso en la obra L’ère des Césars de Auguste Romieu. Este autor definió el concepto como la era de la fuerza o, de un modo más claro y específico, el gobierno de caudillos militares, lo que en el s. XIX se identificó rápidamente con la figura de Napoleón III.[7] Nada de esto fue una casualidad en la medida en que el propio Napoleón buscó esta identificación con Julio César, figura a la que reivindicó para justificar su forma de gobierno en Francia. Su política, bajo el Segundo Imperio, combinó un régimen autoritario con una política social proactiva que podría considerarse una suerte de cesarismo social que buscaba conseguir la adhesión de la clase trabajadora, todo ello en un contexto social en el que Napoleón contaba con la hostilidad de los empresarios y la burguesía liberal.
Posteriormente, en el s. XX, el concepto de cesarismo adquirió un nuevo impulso en la obra de dos figuras intelectuales alemanas de renombre: Max Weber y Oswald Spengler. En el caso de Weber, el uso de este término es para enfatizar el carácter plebiscitario de las elecciones, el desdén hacia el parlamento, la no tolerancia de poderes autónomos dentro del gobierno y la incapacidad de atraer o soportar mentes políticas independientes. Se trata de una visión en la que el cesarismo es el resultado del declive de la democracia de masas como sistema de gobierno y, por tanto, es considerado una tendencia intrínseca en este tipo de régimen. Weber entiende que la burocratización de la vida política y de la organización administrativa viene acompañada del debilitamiento de las principales instituciones que articulan a la sociedad moderna, lo que conlleva, asimismo, la eliminación del talento político y del liderazgo. Así pues, este contexto de burocratización y racionalización de la existencia política y de la organización social facilita la emergencia de demagogos que ejercen un tipo de liderazgo irresponsable que apela a las emociones y, de un modo general, a lo irracional para granjearse el apoyo popular, todo lo cual se combina con plebiscitos y aclamaciones como herramienta legitimadora. Weber viene a decir que el cesarismo llena un vacío generado por la burocratización que, al estandarizarlo todo, destruye el talento y la propia confianza del público en las instituciones.[8]
Spengler, por su parte, entiende el cesarismo en el marco de su filosofía de la historia y, por tanto, en el contexto del desarrollo de las civilizaciones. Desde su perspectiva, el cesarismo emerge en el momento de declive de una civilización moderna como la Occidental, y constituye un fenómeno peculiar marcado por la oposición a las instituciones representativas y a cualquier elemento mediador entre el gobernante y el gobernado. En este sentido, Spengler concibe el cesarismo como el retorno a una ausencia de forma y, consecuentemente, un gobierno amorfo en el que las instituciones tradicionales ya no tienen peso. En este contexto, el cesarismo es el poder personal que ejercen determinados individuos, el cual se hace fundamental para la existencia de la nación. En su opinión, el cesarismo es el preámbulo de la edad imperial, es decir, ese momento en el que Estados contendientes libran gigantescas guerras privadas para promover la democracia de Estados sin forma ni historia, lo que viene a ser un modo de expansión cesarista. En el contexto de una situación de desorden provocada por la moderna democracia de masas, la aparición de una figura mítica que se erige en un líder fuerte que representa al pueblo, desempeña un rol salvador que libra a la comunidad de caer en el abismo al apelar a instintos primitivos como la religión, la raza y la sangre. De esta forma, la política queda imbuida de misticismo y aparecen formas de religiosidad secular, o religiones políticas, que por medio de símbolos y rituales contribuyen a construir una imagen mítica del líder.[9]
Si bien los puntos de vista de Weber y Spengler son los que más han destacado en el s. XX, resulta de particular interés traer a colación la teoría política de Laureano Vallenilla Lanz acerca del llamado cesarismo democrático. Aunque presenta algunas coincidencias con los autores anteriores, su planteamiento destaca por constituir un esfuerzo de relacionar el cesarismo con la democracia en un sentido positivo. Vallenilla desarrolla su visión del cesarismo a partir de la experiencia histórica de Venezuela y de un modo más general del conjunto de Sudamérica. Por esta razón, su teoría parte del contexto de guerras intestinas en las antiguas colonias españolas en base a diferentes ejes de conflicto como la raza o la clase. La situación de caos en la que es imposible aplicar ideas, constituciones y leyes democráticas exigen la autoridad de un caudillo ilustrado con origen popular que traiga el orden y progreso necesarios. El carácter democrático de un caudillo así reside en su origen con el que crea un vínculo con el pueblo, a lo que se suma la sugestión inconsciente de la mayoría por una figura fuerte que, a modo de gendarme, impone la ley y el orden.[10]
Tras aclarar los antecedentes del concepto, cabe decir que, generalmente, el cesarismo es identificado con un fenómeno político en el que un hombre fuerte, normalmente en el marco de alguna forma de democracia, afirma y concentra una gran fuerza política y militar en un contexto de crisis que une a la población en torno a su figura, al mismo tiempo que evita las limitaciones impuestas al poder ejecutivo. En este sentido, el cesarismo destaca por lograr establecer una conexión directa entre las masas y el líder fuerte que pasa a representar al pueblo y a estar investido de un carácter mítico.[11] Este tipo de régimen guarda más semejanza con una dictadura o una autocracia con la particularidad de que la base social de la misma reside en las clases populares en las que el líder se apoya y por cuyo bienestar vela. En cualquier caso, el cesarismo es una forma de tiranía en la que las masas rinden homenaje al caudillo, mientras este reprime cualquier forma de oposición. La concentración del poder en esta persona conlleva una organización de la sociedad en la que todo es dirigido desde arriba, pues el César representa la más alta expresión del Estado y de su unidad, al mismo tiempo que dispone de una poderosa maquinaria administrativa con la que gobierna a la sociedad. Si en el plano interior el cesarismo se demuestra anulante al sofocar cualquier atisbo de libertad, en lo exterior puede manifestarse aventurero y expansionista. Un régimen así sólo emerge y perdura en aquellas sociedades moralmente degradadas.[12]
Hechas las anteriores aclaraciones es preciso identificar la relación entre el cesarismo y la democracia directa. Esta relación se infiere a partir de la dinámica democrática antes descrita en la que se forman diferentes facciones y la política termina siendo un asunto de unas élites muy bien organizadas con capacidad de movilización. En este contexto es en el que emergen figuras destacadas que desempeñan un rol de liderazgo en el seno de alguna de estas facciones. En la medida en que la democracia directa genera escenarios sumamente divisivos y polarizadores, las situaciones de crisis resultantes son propicias para que aparezca en escena una figura fuerte que, con el apoyo de un grupo de colaboradores, logre concentrar el poder en sus manos y establecer un mando directo sobre la población mediante la eliminación de cualquier tipo de obstáculo u oposición. El consentimiento de la comunidad por medio de la aclamación de este líder que supera las luchas intestinas que mantienen dividida y enfrentada a la sociedad le permite establecer un gobierno sin restricciones, al mismo tiempo que su legitimidad se ve reforzada por el clima de ley y orden que es capaz de imponer frente al desorden que le precedió.
En suma, el cesarismo no es un escenario fortuito al que pueda desembocar la democracia directa, sino que el gobierno de la mayoría contiene en sí mismo las condiciones favorables para producir el cesarismo como un resultado involuntario y no premeditado de su propia dinámica interna. Esto se debe a que la democracia directa es esencialmente el gobierno de una minoría social en relación con el conjunto de la población, aunque se trate de una mayoría en el seno de una asamblea. A esto hay que sumar las tendencias oligárquicas que le son inherentes, y que hacen que la política acabe siendo una cuestión monopolizada por una minoría dirigente. Todo esto se combina con el clima de enfrentamiento entre distintas facciones en la lucha política. Este conjunto de factores es, por tanto, el caldo de cultivo perfecto para la aparición de dirigentes capaces de imponer un liderazgo fuerte, aplacar a la oposición y crear una base social amplia con la que legitimarse. En última instancia, la democracia directa puede evolucionar así hacia una tiranía popular de una sola persona en la que esta ejerce el mando sin intermediarios, y donde existe una identificación directa entre los gobernados y el gobernante basada en algún tipo de vínculo.
La anarquía, por el contrario, hace imposible este tipo de escenarios en la medida en que no existe una autoridad central a la que se le reconozca el derecho a coaccionar a las personas o a regular las relaciones sociales. En este sentido, la descentralización que la anarquía conlleva en los procesos decisorios, unido a la cultura de la negociación y de la deliberación—en claro contraste con la cultura de la imposición del voto y de la mayoría en los regímenes democráticos—dificultan, y en última instancia impiden, la aparición de minorías dirigentes que monopolicen y manipulen los procesos decisorios, así como el surgimiento de líderes que concentran el poder en sus manos.
La anarquía no desprecia las cualidades morales del individuo, sino que las integra en un orden social en el que la pluralidad y complejidad de este, con la presencia de intereses heterogéneos, favorece el libre desarrollo de las personalidades y contribuye de esta forma a que redunden en beneficio de la comunidad. Esto quiere decir que la anarquía asume que en este contexto pueden aparecer ciertas individualidades con una reputación especial en el seno de la comunidad, y que cuenten con un reconocimiento tácito de sus cualidades morales en el marco de las relaciones sociales en las que participan. Se trata de personas cuya opinión o punto de vista es respetado y tenido en cuenta de un modo particular por el resto de los integrantes de la sociedad. Es decir, sus opiniones tienen un peso especial, pero nada de esto conlleva que ostenten derechos o prerrogativas en la forma de privilegios que les faculten para tomar decisiones por los demás, o instrumentalizar su reputación para imponerle a la comunidad su voluntad e intereses. Dicho esto, la anarquía convive con este tipo de personas que eventualmente pueden alcanzar cierto protagonismo o notoriedad social, sin que ello implique necesariamente la aparición de líderes o dirigentes que dominen la sociedad y extraigan los correspondientes réditos personales en la forma de poder, riqueza o fama.
[1] “Crítica a la democracia directa (I): una aproximación libertaria”; “Crítica a la democracia directa (II): la libertad”; “Crítica a la democracia directa (III): la legitimidad”; “Crítica a la democracia directa (IV): el individuo y la comunidad”; “Crítica a la democracia directa (V): la soberanía”; “Crítica a la democracia directa (VI): una tiranía política”; “Crítica a la democracia directa (VII): la política”; “Crítica a la democracia directa (VIII): el centralismo”; “Crítica a la democracia directa (IX): la homogeneidad”; “Crítica a la democracia directa (X): el bien común”; “Crítica a la democracia directa (XI): la tiranía de las mayorías”; “Crítica a la democracia directa (XII): un sistema totalitario”; “Crítica a la democracia directa (XIII): la imposición del voto”; “Crítica a la democracia directa (XIV): planificación versus orden espontáneo”
[2] “Crítica a la democracia directa (IX): la homogeneidad”
[3] “Crítica a la democracia directa (X): el bien común”
[4] Esta idea está presente y desarrollada de un modo más extenso en Rousseau, Jean-Jacques, El contrato social, Barcelona, Altaya, 1993.
[5] Michels, Robert, Political Parties, Nueva York, Heart’s International Library Co., 1915.
[6] Janssen, Johannes (Ed.), Joh. Friedrich Böhmer’s, Leben, Briefe und kleinere Schriften, Friburgo, Herder, 1868, Vol. 1., pp. 278-279. Groh, D., “Cäsarismus, Napoleonismus, Bonapartismus, Führer, Chef, Imperialismus”, en Otto Brunner, Werner Conze y Reinhart Koselleck (Eds.), Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, Stuttgart, Klett-Cotta, 1972, Vol. 1, pp. 726-771.
[7] Baehr, Peter, Caesarism, Charisma and Fate: Historical Sources and Modern Resonances in the Work of Max Weber, New Brunswick, Transaction Publishers, 2008, pp. 34-35.
[8] Weber, Max, “Parliament and Government in a Reconstructed Germany (A Contribution of the Political Critique of Officialdom and Party Politics)”, en Guenther Roth y Claus Wittich (Eds.), Economy and Society: An Outline of Interpretive Sociology, Berkeley, University of California Press, 1978, Vol. 2, pp. 1381-1469. Kronman, Anthony T., Max Weber, Londres, Edward Arnold, 1983, pp. 175-182. Baehr, Peter, Caesar and the Fading of the Roman World: A Study in Republicanism and Caesarism, New Brunswick, Transaction Publishers, 1998, pp. 165-254.
[9] Spengler, Oswald, La decadencia de Occidente, Madrid, Espasa, 2004.
[10] Vallenilla Lanz, Laureano, Cesarismo democrático, Caracas, Empresa El Cojo, 1919.
[11] Tetlow, Joanne, “Caesarism”, en George Thomas Kurian (Ed.), The Encyclopedia of Political Science, Washington, D.C., CQ Press, 2011, Vol. 1, p. 175.
[12] Bluntschli, J. C., “Caesarism”, en John J. Lalor (Ed.), Cyclopaedia of Political Science, Political Economy, and of the Political History of the United States, Nueva York, Charles E. Merrill & Co., 1890, Vol. 1, pp. 326-329