La democracia directa se basa en un demos homogéneo y, por tanto, en la existencia de una igualdad sustantiva entre todos los miembros de la comunidad política. Esto quiere decir que impera una identidad política común basada en una cualidad moral o física que confiere al individuo sus correspondientes derechos políticos. No existen, por tanto, intereses particulares, sino un interés común que se asienta en dicha igualdad sustantiva. Como consecuencia de esto, la organización política de la sociedad se articula de acuerdo con un principio unitario en el que la vida personal del individuo se disuelve en la vida colectiva, al mismo tiempo que convierte la política en el principal plano de la existencia donde se realiza la persona. Rousseau sintetizó esta idea del modo siguiente: “cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y recibimos en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo”.[1]
A tenor de lo antes expuesto, la democracia directa constituye una forma política que entraña un alto nivel de centralización en el que no caben los intereses particulares, sino que es un interés general encargado de determinar el bien común el que constituye la principal referencia para la expresión de la llamada voluntad general. Todo esto se concreta en el papel de la asamblea popular soberana como autoridad central que mueve y dispone a cada una de las partes del modo conveniente al conjunto de la comunidad. Esto cobra especial importancia en la medida en que la política, como se ha dicho, constituye el plano central de la existencia, de manera que todos los restantes ámbitos quedan supeditados a lo político. Como consecuencia de esto, la asamblea desempeña un papel crucial en la regulación y ordenación de la vida colectiva.
Así pues, la asamblea popular soberana de la democracia directa ordena y dispone la vida del conjunto de la comunidad en tanto órgano central encargado de esta labor. Esto significa un modelo de planificación en el que las directrices emanadas de la asamblea en la forma de decisiones y mandatos políticos determinan la organización de las relaciones sociales en los restantes ámbitos de la existencia humana. La vida social se organiza, entonces, en torno a un plan al que todos deben someterse, lo que implica la existencia de mecanismos de control y supervisión que regulan y dirigen las relaciones sociales. El resultado inmediato de todo esto es la aparición de un aparato burocrático que se extiende a lo largo de toda la vida colectiva.
Sin embargo, la planificación centralizada entraña una considerable cantidad de problemas tanto éticos como prácticos. No hay que olvidar que diferentes sistemas totalitarios incorporaron la planificación centralizada como un elemento fundamental de la organización de la vida social. El hecho de que la implementación de la planificación centralizada, como es el caso de la Unión Soviética, se produjese en el marco de un sistema estatista en la mayoría de los casos no cambia el bajo desempeño de este modelo y los numerosos problemas que ha generado en el funcionamiento mismo de la sociedad. Así, independientemente del marco político en el que se implemente, genera un sinnúmero de inconvenientes entre los que destaca la falta de información con la que son tomadas las decisiones. La ausencia de conocimiento tácito de los decisores conduce a la adopción de medidas políticas con efectos disruptivos en diferentes ámbitos que, además, suelen tener efectos multiplicadores. A esto cabe sumar en el terreno económico los ya conocidos problemas de cálculo al carecer de la información para asignar los recursos de un modo racional, por el contrario, la asignación de estos conforme a un criterio político conduce al colapso económico, tal y como anunciaron algunos economistas y, finalmente, la experiencia histórica de la URSS confirmó.[2]
La planificación centralizada no deja de ser un atentado contra la libertad de las personas al privarles de la posibilidad de determinar en qué términos desarrollan sus relaciones sociales. Este problema ético radica en el hecho de que la asamblea constituye un órgano que interviene en la vida de las personas al utilizar medios políticos,[3] es decir, instrumentos coercitivos con los que limitan las posibilidades de acción del individuo bajo la amenaza de castigos. Asimismo, este problema ético engendra una multitud de problemas de orden práctico que trastornan la vida colectiva, como los ya indicados antes. Los resultados son invariablemente los mismos: ineficacia, ineficiencia, lentitud y diferentes formas de abusos e injusticias.
Los problemas de la planificación centralizada en la democracia directa se agravan notablemente cuando este modelo se aplica más allá del ámbito local debido a que la escala geográfica abarca un mayor número de personas y, por tanto, una mayor cantidad de relaciones sociales. Las decisiones se toman en un ámbito en el que los actores involucrados tienen aún menos información que si se produjeran a nivel local. Esto tiene relación con la dimensión de la estructura organizativa, pues la distancia mayor entre el centro decisorio y las personas que se ven afectadas por estas decisiones sobrepasa notablemente la escala humana. El tamaño de la organización es mayor debido no sólo a su extensión geográfica, sino también a la necesidad de disponer de más medios humanos y recursos materiales para ejecutar y supervisar la propia planificación, lo que implica la presencia de una nutrida burocracia. La principal consecuencia de todo esto es que las repercusiones negativas de las decisiones son, también, mayores. Se trata de un fenómeno en el que se juntan los males inherentes a la planificación centralizada con los propios de las grandes organizaciones.[4]
No hay que olvidar que la planificación centralizada, incluso si se produce en el marco político de una democracia directa, constituye un modelo de organización bastante problemático en lo que se refiere a su desarrollo ulterior. Este tipo de metodología en la gestión de la vida social conduce a la formación de una suerte de protoestado debido a que origina organizaciones pesadas y aparatosas, de tal forma que la burocracia se extiende a todos los ámbitos y pasa a convertirse en un fenómeno sistémico. La situación se agrava cuando se da un salto de escala y la planificación se aplica en ámbitos geográficos más amplios que incluyen varias comunidades. Si a nivel local se produce un dominio hegemónico de la asamblea, y más concretamente de una élite política o tecnocrática,[5] a nivel supralocal se produce el mismo fenómeno en el que una determinada comunidad ostenta la hegemonía y controla a las demás de acuerdo con el principio democrático de las mayorías.[6]
Lo antes descrito contrasta con la anarquía que constituye un modelo de organización social en el que no existe una autoridad central encargada de regular, dirigir, supervisar y controlar las relaciones sociales. De esta forma, las personas satisfacen sus necesidades de una manera autogestionada en diferentes ámbitos sin la intervención de autoridad alguna. Así, como resultado de sus propias interacciones, buscan soluciones a sus problemas comunes, lo que da lugar a la formación de normas, pautas de comportamiento, instituciones, etc., con las que se coordinan mutuamente y satisfacen sus necesidades. La acción colectiva no obedece, entonces, a un plan o diseño prefijado acerca del modo en el que estas necesidades deberían ser satisfechas, sino que a partir de las condiciones concretas en las que se desenvuelven estas relaciones, y sobre la base de un proceso de prueba-error, se generan las formas de coordinación con las que las personas afrontan sus problemas comunes en diferentes ámbitos. En suma, en un contexto de anarquía no existe un diseño preconcebido de organización social, sino más bien unas condiciones de libertad en el marco de las que las personas y colectivos encuentran sus propias soluciones para satisfacer sus necesidades, lo que es conseguido de muchas maneras diferentes.
Las interacciones personales a diferentes niveles generan múltiples centros decisorios en ámbitos de lo más variados como la economía, la cultura, la salud, etc. Todo esto contribuye al desarrollo de un policentrismo en el que distintos actores intervienen en la gestión de estas áreas de un modo descentralizado, lo que produce un orden espontáneo resultado de la cooperación, el libre pacto y la libre asociación. Esto es posible en la medida en que los participantes poseen conocimiento tácito y, consecuentemente, la información necesaria para tomar decisiones adecuadas para satisfacer sus necesidades y afrontar los problemas que puedan surgir sobre la marcha. A esto cabe sumar, también, la dinámica de las interacciones entre los participantes, basada en la negociación, la realización de concesiones y la consecuente toma de acuerdos, todo lo cual se concreta en diferentes instrumentos de coordinación (normas, instituciones, costumbres, etc.) que hacen posible un orden espontáneo en el marco de innumerables interdependencias mutuas.
La anarquía entraña un orden social policéntrico y plural que se fundamenta en la ausencia de una autoridad central encargada de planificar, dirigir y fiscalizar a las personas. En este sentido, la anarquía asume la complejidad del espacio social derivado de la existencia de intereses diversos en la sociedad, los cuales son reconocidos como legítimos en la medida en que no socaven la libertad ajena. La ausencia de coerción permite el libre desarrollo de las relaciones sociales para la satisfacción de las necesidades de las personas, y facilita que las soluciones a estas necesidades se ajusten a las acciones de los participantes sin las distorsiones que impone el intervencionismo de órganos políticos, como el Estado o una asamblea soberana en la democracia directa.
Además de todo lo anterior, la anarquía permite escalar la autogestión de diferentes ámbitos mediante distintos instrumentos de entre los que destaca el federalismo. En lo que a esto respecta, las necesidades se siguen satisfaciendo a nivel local y de un modo descentralizado sobre la base de relaciones cercanas e interpersonales con arreglo a una serie de convenciones acordadas por los participantes. Sin embargo, cuando la satisfacción de estas necesidades trasciende el nivel local, los colectivos y personas que configuran un determinado ámbito recurren a formas de coordinación más desarrolladas y complejas, tal y como sucede con el federalismo, el cual se basa en el libre pacto y en la autonomía de las personas y entidades participantes. De esta manera, la escala geográfica se amplía sin que los integrantes pierdan autonomía
A lo largo de la historia han sido multitud de herramientas de coordinación y apoyo mutuo las que se han desarrollado a partir de las interacciones entre personas y colectivos, sin obedecer a una planificación ni a un diseño organizativo preestablecido. Este tipo de iniciativas se desarrollan a través de negociaciones, compromisos y acuerdos que se concretan en formas de autogestión con distintos niveles de formalización, y que permiten a sus participantes determinar las condiciones en las que satisfacen sus necesidades. Los ejemplos son numerosos en la historia de la Península Ibérica como son las cooperativas, los igualatorios, las mutuas, las cajas rurales, los ateneos, las sociedades de resistencia, etc. La anarquía entraña, por tanto, un alto nivel de descentralización en el que las personas y colectivos operan de manera autónoma, y se coordinan entre sí de acuerdo con sus necesidades y posibilidades, de forma que las interdependencias mutuas contribuyen a generar un orden espontáneo en el que intereses diversos se complementan y satisfacen mutuamente. Frente a la planificación centralizadora y estatizante de la democracia directa, la anarquía aboga por un orden espontáneo descentralizado y policéntrico donde las personas conservan el control de sus vidas y necesidades.
[1] Rousseau, Jean-Jacques, El contrato social, Barcelona, Altaya, 1993, p. 15.
[2] Mises, Ludwig von, Economic Calculation in the Socialist Commonwealth, Auburn, Ludwig von Mises Institute, 2012.
[3] Oppenheimer, Franz, The State, Montreal, Black Rose Books, 2007, pp. 13-14.
[4] Sobre los problemas que generan las organizaciones grandes, independientemente de cuál sea su naturaleza, ya se pronunciaron diferentes autores. Carson, Kevin, Organization Theory: A Libertarian Perspective, Booksurge, 2008. Kohr, Leopold, The Breakdown of Nations, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1957. Schumacher, Ernst F., Small is Beautiful: A Study of Economics As If People Mattered, Nueva York, Haper & Row, 1973.
[5] Crítica a la democracia directa (VII): la política.
[6] Crítica a la democracia (XI): la tiranía de las mayorías. Crítica a la democracia (VI): una tiranía política. Crítica a la democracia directa (XIII): la imposición del voto.