La democracia es el sistema de gobierno de la mayoría. Se trata de una noción ampliamente aceptada por la cual el poder político es ejercido por algún tipo de mayoría que se configura en un determinado órgano decisorio: asamblea, parlamento, consejo, legislatura, etc. Las decisiones de la mayoría son obligatorias para todos los miembros de la comunidad, incluidos aquellos que no están de acuerdo con ellas, para lo que se establecen unos mecanismos de supervisión que velan por su cumplimiento, lo que entraña la existencia de un sistema de castigos.
Aunque se ha explicado con anterioridad el proceso político en el marco de una democracia directa,[1] es interesante prestar mayor atención a la naturaleza del proceso decisorio en este tipo de sistema político para contraponerlo al modo en el que las decisiones son adoptadas en anarquía.
Así, en primer lugar, cabe destacar el hecho de que el sistema de gobierno de mayorías que entraña la democracia directa significa que la configuración de dichas mayorías requiere, por necesidad, de algún tipo de votación. Las votaciones son el procedimiento para medir el grado de apoyo de una moción. De esta forma, se obtiene un resultado que indica en qué sentido se orienta la opinión de la mayoría y en qué intensidad. Sin embargo, la votación de una moción, que constituye el momento decisivo en el que se expresa la voluntad de los participantes en la asamblea en la forma de una resolución política, es algo más que la suma agregada de diferentes decisiones individuales, pues refleja una cultura política específica propia de la democracia que la define como sistema de gobierno.
Los procesos decisorios en una democracia directa implican la convocatoria de quienes disfrutan de derechos políticos en la comunidad. Al margen de los procedimientos y estrategias que los líderes de las diferentes facciones ponen en práctica para conducir los plenos hacia los resultados por ellos buscados, el desarrollo de las deliberaciones está orientado fundamental y exclusivamente hacia la votación que determina la aprobación o rechazo de una moción. En este sentido, la votación constituye la culminación del proceso decisorio, y más exactamente su formalización debido a que las decisiones generalmente son tomadas previamente, antes de la realización del pleno. Esto es una constante en todos los sistemas de carácter democrático o que, en su caso, reúnen características propias de la democracia con la existencia de órganos colegiados responsables de adoptar decisiones políticas.
Aunque la democracia directa puede contemplar, al igual que otras formas de democracia, la utilización de mayorías cualificadas para la adopción de decisiones en ámbitos específicos, la constante es siempre la misma, y esta consiste en la celebración de un pleno que tiene como finalidad someter a votación una serie de mociones introducidas en el orden del día. El procedimiento seguido es, en líneas generales, el mismo para todos los casos, es decir, la exposición de la moción que es sometida a consideración por parte de la asamblea, y los motivos a favor y en contra para su aprobación o rechazo.
La cultura política de la democracia directa no está orientada hacia una deliberación dirigida a establecer una negociación que conduzca a un acuerdo final acerca de la moción presentada ante la asamblea. Por el contrario, todo el proceso está dirigido a constituir una mayoría asamblearia por medio de la votación para expresar así la denominada voluntad general. Es decir, se acude a un pleno a votar y no a negociar, lo que se traduce en un proceso de votación en el que se aplica la ley del número con la que se impone la voluntad de la mayoría con la adopción de una decisión definitiva.[2]
El trasfondo ideológico que explica lo anterior descansa en un presupuesto fundamental que es la existencia de un interés común basado, a su vez, en una identidad política compartida por todos los que ostentan derechos políticos. Así, la homogeneidad social constituye un presupuesto de la democracia directa, pues esta no es posible allí donde existen intereses particulares. Sólo de este modo es posible la interpretación de la voluntad general al realizarse a partir de un interés común que permite determinar cuál es el bien común.[3]
A tenor de lo anterior, la asamblea constituye el espacio en el que se interpreta la voluntad general, y donde la homogeneidad social sobre la que se fundamenta la comunidad política hace la innecesaria la negociación y la deliberación. Así, la asamblea queda circunscrita a un lugar al que se va a votar para ejercer el poder al ser el espacio en el que se toman las decisiones. La negociación y deliberación están fuera de lugar, pues estas sólo tienen razón de ser donde existen intereses diversos y es necesario llevar a cabo concesiones con las que llegar a arreglos que posibiliten la toma de acuerdos. La democracia directa, por el contrario, no contempla sus decisiones políticas como el resultado de un pacto, sino como el ejercicio de la voluntad general, lo que en última instancia significa la imposición de una decisión de la mayoría que se forma en la asamblea.
Incluso en los sistemas de democracia liberal, ya sean parlamentaristas, presidencialistas o semipresidencialistas, se puede observar cómo el influjo de la democratización de las instituciones liberales, como son las cámaras legislativas, ha acarreado una creciente disfuncionalidad de estas. Estas cámaras cada vez son menos espacios de deliberación y negociación, y son cada vez más máquinas de votar en las que cada partido trata de hacer valer su peso político en los votos que tiene asignados en virtud de su mandato representativo.
Lo hasta ahora descrito es la dinámica del funcionamiento de la democracia directa dentro de una comunidad. En definitiva, la imposición de la voluntad de la mayoría que conforma la denominada voluntad general a través de las votaciones. Sin embargo, la misma dinámica se reproduce cuando la democracia directa es aplicada a comunidades más extensas en el ámbito supralocal. Las estructuras organizativas en el nivel superior a la comunidad local constituyen espacios de poder en los que cada comunidad ejerce su correspondiente peso político. Así, la comunidad traslada a estos ámbitos su voluntad política, la cual se plasma en las correspondientes votaciones. De esta manera las estructuras supralocales son espacios para votar en los que, al igual que a nivel local, se configuran las mayorías que se concretan en decisiones políticas a una escala geográfica más amplia, y que también son obligatorias para quienes hubiesen votado en sentido contrario.
Todo lo hasta ahora descrito contrasta con la anarquía donde, para empezar, no es factible el establecimiento de imposiciones en la medida en que nadie tiene reconocido el derecho a coaccionar a nadie, lo que es resultado del principio de no agresión sobre el que se basa todo orden anárquico. Pero además de esto, la anarquía implica una cultura política en la que las decisiones que afectan al conjunto de la comunidad, independientemente de los procedimientos que sean adoptados en cada caso específico, no contempla el establecimiento de imposiciones al asumir la complejidad de la realidad social debido a la diversidad y pluralidad de intereses y puntos de vista y, por tanto, lo que subraya la importancia de desarrollar la política en unos términos de negociación y no de relaciones de poder.
El anarquismo se aleja de soluciones homogeneizadoras para los problemas y conflictos sociales como las que imponen los sistemas monocéntricos que persiguen estandarizar la sociedad y abolir la diferencia, tal y como sucede con la democracia directa. Por el contrario, la anarquía conlleva la ausencia de una autoridad o mando unificado con la potestad para imponer su voluntad en la gestión del conflicto social. La anarquía, entonces, se basa en una cultura política en la que, ante la ausencia de una autoridad central, se asume la interlocución, negociación y realización de concesiones mutuas como procedimiento para lograr arreglos que satisfagan a todas las partes implicadas. En este sentido, se da un reconocimiento de la existencia de intereses diferentes, en ocasiones divergentes, que requieren que los actores involucrados busquen, por medio del diálogo y la negociación, soluciones satisfactorias que finalmente se plasman en la forma de acuerdos.
La asamblea en anarquía no es, por tanto, a diferencia de la democracia directa, un espacio al que se va a votar y a ejercer el poder de una mayoría que impone su voluntad e intereses al resto, sino un lugar de encuentro para deliberar, negociar, hacer concesiones y llegar a acuerdos. En lo que a esto respecta, los procedimientos para alcanzar esos acuerdos pueden ser muy variados en función de las especificidades de cada lugar, las circunstancias, etc., por lo que la anarquía no entraña un diseño de organización social y de normas preconcebido, sino que estos son siempre el resultado de la acción humana de los actores involucrados quienes, a través de sus interacciones, moldean las normas, pautas de conducta, instituciones, etc., que organizan la gestión de la vida colectiva. En cualquier caso, las votaciones no son la opción por defecto, sino el último recurso cuando todos los demás recursos para alcanzar un acuerdo se han agotado. De esta forma, se incentiva la consecución de consensos, los cuales se concretan cuando nadie se opone a un acuerdo alcanzado.[4]
El voto no es, por lo general, un buen mecanismo de resolución de conflictos o de problemas en el seno de una comunidad. La principal razón es que se trata de un método divisivo que es propio de las dinámicas de juego de suma cero, es decir, lo que una de las partes gana es a expensas de lo que la otra u otras pierden.[5] Este tipo de escenarios suelen producir resentimiento y resquemor entre los perdedores ante lo que supone una simple imposición numérica, y no el resultado de una negociación en la que se tratan de acomodar los intereses de todas las partes. El sentimiento de agravio y el revanchismo suelen ser el poso que deja a largo plazo este tipo de metodología. Por el contrario, la negociación y las concesiones mutuas en anarquía abren la puerta a acuerdos que contenten a todas las partes al incorporar en estos los intereses de todos los actores involucrados, lo que es propio de las dinámicas de juego de ganar-ganar.[6]
Incluso cuando el voto constituye el procedimiento a través del que resolver una determinada cuestión que no pudo solventarse por otros cauces, no constituye una imposición en un contexto de anarquía debido a que, a diferencia de la democracia directa, no existe ninguna autoridad central encargada de obligar su cumplimiento por medio de la violencia física o la amenaza creíble de su uso. Por el contrario, la implementación de los acuerdos siempre depende de los actores que han participado en el proceso decisorio. Por esta razón, la anarquía no incentiva las votaciones como solución a problemas y conflictos, pues la dinámica de ganadores y perdedores que entraña no crea un escenario de confianza mutua que facilite la ejecución de los acuerdos.
La anarquía entraña una redefinición de la política al plantearla en unos términos completamente diferentes a los que presentan los sistemas autoritarios,[7] como sucede con la democracia directa. Esto se debe a la ausencia de una autoridad central que regule, supervise y controle las relaciones sociales, con lo que el conflicto social y la vida colectiva responden a modelos de gestión basados en la autorregulación a partir de las interacciones entre los miembros de la comunidad, quienes se encargan de buscar soluciones mediante el diálogo y la negociación. En este sentido, puede decirse que la política no obedece a dinámicas de relaciones de poder o dominación, como las que se dan entre gobernantes y gobernados y que la democracia directa se encarga de reproducir a partir de la relación entre mayorías y minorías. Por el contrario, la política responde a un modelo diplomático de entender y gestionar el conflicto social. Es decir, la política se inscribe en una práctica social que es la diplomacia, entendida esta como el modo pacífico a través del que son gestionadas las relaciones y conflictos sociales en la vida cotidiana de las personas a través del reconocimiento mutuo, la interlocución, la negociación y el desarrollo de normas, convenciones e instituciones que facilitan la adopción de acuerdos que integran los intereses de los actores involucrados.[8]
La política en una sociedad anárquica no obedece, entonces, a las relaciones de poder propias de los sistemas de gobierno, como sucede en la democracia directa. La política se desarrolla en el marco de una red de relaciones interpersonales a nivel local y comunitario en donde los diferentes actores autogestionan sus conflictos y diferencias, sin recurrir a la imposición y al ejercicio de la violencia propios de la democracia. Se produce así una autorregulación del conflicto social a través de diferentes formas de autoorganización resultado de las interacciones de personas y colectivos, lo que se traduce en negociaciones que, por medio de un quid pro quo, generan acuerdos que integran los intereses de las partes y resuelven los conflictos de un modo satisfactorio sin recurrir a la violencia ni a ningún gobierno.
Franz Oppenheimer estableció la distinción entre dos tipos de medios utilizados para satisfacer los deseos humanos. Estos son los medios políticos y económicos. Así, los medios políticos se basan en el robo, en la apropiación del trabajo ajeno a través de la fuerza. Mientras que el intercambio equivalente del trabajo propio por el trabajo de otros lo llamó medios económicos.[9] La pertinencia de esta distinción radica en que refleja un modo de entender la política que se corresponde con la forma en el que esta funciona en el marco de los sistemas autoritarios imperantes, y al mismo tiempo permite constatar que la anarquía contribuye a la redefinición de la política conforme al criterio de lo que Oppenheimer llamó medios económicos. Así pues, la política en anarquía tiene más que ver con la deliberación, la negociación y el intercambio pacífico que es tan frecuente en el comercio, que con el empleo de la fuerza para satisfacer las apetencias de las personas. Esto último método es el que de un modo u otro conduce a un escenario de bellum ómnium contra omnes, guerra de todos contra todos, tanto dentro de la comunidad en forma de guerra civil, ya sea soterrada o abierta, como a nivel supralocal entre diferentes comunidades.
Cada forma política lleva aparejada una cultura política que se basa en una serie de presupuestos filosóficos y teóricos que, a su vez, reflejan una serie de valores subyacentes. La democracia directa, al igual que todas las formas de democracia, se asienta en una cultura de la imposición que se concreta en el voto como la expresión más clara de la fuerza del número, una fuerza que opera como una ley implacable dirigida a obligar a acatar la voluntad e intereses de la mayoría. Por el contrario, la anarquía se funda en la cultura de la negociación y del libre pacto, e integra la complejidad social en los procesos decisorios para alcanzar acuerdos satisfactorios para los actores implicados, conciliando así pluralidad y armonía social en un contexto de libertad. Todo esto viene a constatar, en definitiva, que la democracia es la barbarie y brutalidad de las mayorías, mientras que la anarquía es la civilización de la libertad en la diversidad.
[1] Crítica a la democracia directa (VII): la política.
[2] Mella, Ricardo, La ley del número, Madrid, La Malatesta, 2017.
[3] Rousseau, Jean-Jacques, El contrato social, Barcelona, Altaya, 1993. Ver también: Schmitt, Carl, Sobre el parlamentarismo, Madrid, Tecnos, 1990. Idem, Teoría de la constitución, Madrid, Alianza, 1996.
[4] Lorenzo Vila, Ana Rosa y Miguel Martínez López, Asambleas y reuniones. Metodologías de autoorganización, Madrid, Traficantes de Sueños, 2005.
[5] Raghavan, T.E.S., “Zero-sum, Two-person Games”, en Robert J. Aumann y Sergiu Hart (Eds.), Handbook of Game Theory with Economic Applications, Ámsterdam, Elsevier, 1994, pp. 735-759.
[6] Aunque no acuñó el término, Mary Parker Follett sentó las bases de lo que actualmente se conoce como la idea de resolución de conflictos “ganar-ganar”. Follett, Mary P., Creative Experience, Nueva York, Longmans, Green & Co., 1924.
[7] Esta idea ya se avanzó en Crítica a la democracia directa (VII): la política.
[8] Ferrel, Nancy W., Passports to Peace: Embassies and the Art of Diplomacy, Minneapolis, Lerner, 1985, p. 10.
[9] Oppenheimer, Franz, The State, Montreal, Black Rose Books, 2007, pp. 13-14.