La democracia directa es un sistema político ambivalente. Esto se debe a que, en función de la perspectiva que se adopte, puede ser considerado un sistema de gobierno de una minoría en relación con el conjunto de la sociedad, algo que ya se ha explicado con anterioridad;[1] o bien puede abordarse desde la perspectiva de las mayorías que se forman en la asamblea, y que suele ser el punto de vista más extendido cuando se analiza esta forma de democracia.
De hecho, la crítica a la democracia directa elaborada hasta el momento está atravesada por la idea central que históricamente ha definido a la democracia en general, es decir, un sistema de gobierno de la mayoría.[2] Esto trae a colación el debate en torno a la naturaleza de este sistema como una forma de tiranía de las mayorías, cuestión que requiere un análisis específico.
Ciertamente, esta cuestión no es nueva en la medida en que ya ha sido abordada en la teoría política desde diferentes puntos de vista que a continuación van a exponerse. Sin embargo, es interesante retomarla para contraponerla con la anarquía, entendida esta como la ausencia de un gobierno que regule las relaciones sociales y, por tanto, una forma política opuesta y antagónica a la democracia directa.
En general, suelen tomarse de referencia dos puntos de vista complementarios a la hora de referirse a la tiranía de las mayorías cuando se habla de la democracia en general, aunque aquí la atención es dirigida de manera específica a la democracia directa.[3] Una de estas críticas fue formulada por John Stuart Mill en su obra Sobre la libertad. En ella, Mill se refiere al problema institucional que plantea la democracia. Así, desde su punto de vista, no hay nada inherente en el gobierno de la mayoría que impida resultados injustos, lo que a la postre conduce a un sistema de abusos que no se diferencia en nada sustancial del ejercido por los tiranos individuales.[4]
El otro punto de vista acerca de la tiranía de las mayorías en una democracia fue formulado por Alexis de Tocqueville en su obra La democracia en América.[5] Su enfoque es esencialmente de carácter cultural, y el propio Mill se encargó de desarrollarlo posteriormente. Así, desde esta perspectiva, el problema de la tiranía de las mayorías hace referencia a una forma de despotismo creado por la llamada cultura del autogobierno que emergió en EE.UU. Esta cultura se ha manifestado a través de expresiones como el “poder sobre sí mismo” y el “poder de los pueblos sobre sí mismos”, lo que tiene su contraparte en las corrientes radicales en el llamado “gobierno popular” o, incluso, el “poder popular”. Pero lo cierto es que, como el propio Mill señala, las normas sociales pueden volverse abusivas y opresivas incluso cuando la comunidad política no es tiránica a nivel institucional, como sucede con la democracia. Un claro ejemplo de esto es cuando la libertad de expresión está formalmente reconocida y garantizada para todos los individuos, pero las mayorías recurren al uso de diferentes técnicas sociales para silenciar determinadas opiniones.
Como consecuencia de los argumentos anteriores, se han desarrollado diferentes aproximaciones en la teoría política al problema de la tiranía de las mayorías en el marco político de la democracia. En unos casos se cuestiona que la mayoría por sí misma constituya una garantía de autogobierno, por lo que se lleva a cabo una redefinición de lo que es la democracia que, en consonancia con los planteamientos liberales, incluye algunas precauciones para impedir la aparición de una tiranía de la mayoría. Esto es lo que propone John Hart Ely al referirse al fortalecimiento de los derechos como una precondición de la democracia.[6] En otros casos, como el de Alexander Mieklejohn, se aboga por la libertad de expresión como requisito de la democracia.[7] Otros autores, en cambio, abogan por el establecimiento de restricciones sustantivas en relación con lo que es considerado como un resultado propiamente democrático,[8] mientras que otros, como Ronald Dworkin, tratan de diferenciar entre el gobierno de la mayoría y la democracia.[9]
En última instancia, los autores antes señalados intentan resolver el problema de la tiranía de las mayorías al que aboca el sistema democrático. Esto lo hacen mediante la redefinición de la democracia a través de unas precondiciones o de restricciones que sirvan de cortafuegos para impedir que la democracia devenga en tiranía de las mayorías y, al mismo tiempo, para diferenciarlas como sistemas políticos. Se trata, en definitiva, de iniciativas bienintencionadas dirigidas a evitar que la democracia desemboque en abusos de las mayorías contra el individuo. Este tipo de aproximaciones teóricas han tenido sentido y recorrido en el contexto de las llamadas democracias liberales debido a que se trata de un sistema político que, al ser una mezcla de liberalismo y democracia, introduce un conjunto de limitaciones y restricciones que atemperan el peso político de las mayorías propio de la democracia. Sin embargo, es importante subrayar que la democracia directa es, por su propia naturaleza, incompatible con la existencia de derechos individuales al no aceptar ninguna limitación al poder de la comunidad, tal y como lo expresa Rousseau en su obra política.[10]
En contraste con los autores que plantean una serie de precondiciones que conforman una redefinición de la democracia, están aquellos otros que, por el contrario, mantienen un punto de vista puramente procedimental en lo que respecta a su concepción de la democracia. Puede afirmarse que estos autores, como es el caso de Jeremy Waldron,[11] presentan un punto de vista coherente en relación con la formulación de democracia de Rousseau. En este sentido, el gobierno de la mayoría justifica por sí mismo la existencia de la coerción y, por tanto, no hay nada inherente en la democracia que pueda garantizar resultados justos en las decisiones de la mayoría. Así pues, la tiranía de la mayoría es un riesgo inevitable e indisociable de la democracia. Se trata de una perspectiva que, en líneas generales, es más consecuente con la naturaleza misma de la democracia al tratarse en último término de un gobierno de la mayoría, con lo que en cualquier momento puede violentar y anular al individuo al no reconocerle ninguna autonomía en relación con la comunidad política y, por tanto, estar despojado de derechos frente a la comunidad.
Lo anterior es muy obvio en la democracia directa, pero también es aplicable a otras formas de democracia porque en todos los casos se aplica el mismo principio del gobierno de la mayoría, que en última instancia es la tiranía de la mayoría. En lo que a esto se refiere, Mill hizo la observación de que esta noción del gobierno de la mayoría suele ser más aparente que real, pues el pueblo que ejerce el poder no es el mismo pueblo sobre el cual este es ejercido, sino más bien el gobierno de una facción del propio pueblo, bien de una mayoría o de quienes consiguen hacerse aceptar como tal.[12]
Sin embargo, la reflexión de Tocqueville es bastante pertinente en lo que concierne al modo en el que se ejerce la tiranía de la mayoría, pues esta no se circunscribe necesariamente a un conjunto de leyes, sino que tiene un alcance más amplio. Así, Tocqueville afirma lo siguiente: “¿Qué es entonces una mayoría tomada colectivamente, sino un individuo que tiene opiniones y a menudo intereses contrarios a otro individuo llamado minoría? Ahora bien, si admitimos que un hombre revestido de omnipotencia puede abusar de ella con sus adversarios ¿por qué no admitir lo mismo respecto a la mayoría? Los hombres, al reunirse, ¿acaso cambian de carácter? ¿Se han vuelto más pacientes con los obstáculos al hacerse más fuertes? No puedo creerlo: y el poder de hacerlo todo, que yo niego al hombre solo, jamás lo concederé a varios. (…) No hay, pues, en la tierra autoridad tan respetable por sí misma, o revestida de tan sagrado derecho, como para dejarla obrar sin control y dominar sin cortapisas. Así, cuando veo conceder el derecho y la facultad de hacerlo todo a un poder cualquiera, llámese pueblo o rey, democracia o aristocracia, ya se ejerza en una monarquía o en una república, digo: he ahí el germen de la tiranía; y procuro irme a vivir bajo otras leyes”.[13]
Independientemente de que el enfoque adoptado sea institucional o cultural, el principio de las mayorías que articula el gobierno democrático es el que conduce irremisiblemente a un escenario de tiranía de las mayorías, lo que es particularmente cierto e intenso en el caso de la democracia directa. Se trata de una tiranía porque usurpa la autonomía del individuo, y bajo una decisión fundada en el voto mayoritario puede imponerle al individuo o a la minoría cualquier cosa. Todo esto se fundamenta en la idea de que el pueblo, o, mejor dicho, la mayoría, nunca se equivoca, y que por esta razón nunca incurre en abusos e injusticias. Se trata de una idea avanzada en su momento por Marsilio de Padua,[14] y que más tarde Rousseau retomó a la hora de teorizar sobre la democracia directa. Una idea que, por lo demás, no ha estado exenta de crítica: “Hay quienes no han temido afirmar que un pueblo, en aquello que sólo a él interesa, no puede salirse de los límites de la justicia y de la razón, por lo que no hay nada que temer al entregarle todo poder a la mayoría que lo representa. Pero éste es un lenguaje de esclavo”.[15]
Aunque gran parte de la crítica a la tiranía de las mayorías, especialmente como parte de una crítica más general a la democracia, ha provenido generalmente de sectores ideológicos de corte conservador, también existen las críticas formuladas desde una posición ideológica anarquista, como es el caso de Ricardo Mella. Aunque Mella centra su crítica en cuestionar la supuesta legitimidad que se arrogan los parlamentos bajo el pretexto de representar a una mayoría social, su crítica también se extiende al principio democrático de lo que él llama la ley del número, y que se corresponde con la tiranía de las mayorías.[16] En este sentido, Mella desecha la idea de que la razón es una virtud de las mayorías, como si estas no pudieran equivocarse o cometer injusticias, sino que es el fruto de la inteligencia desarrollada en uso de la libertad. Esto le lleva a defender la autonomía basada en el libre acuerdo frente a la función legislativa en la que las mayorías ejercen su poder, que siempre es de un modo negativo y centralizador. En este contexto, el individuo es anulado y avasallado por la mayoría.
Así pues, el principio de las mayorías inherente al gobierno democrático instituye un poder expansivo que no encuentra límites y que, por tanto, se entromete en todas las esferas de la vida por la sencilla razón de que las mayorías nunca se equivocan, lo que le da derecho a inmiscuirse en cualquier asunto. Así se instaura esta peculiar tiranía que usurpa la voluntad y autonomía del individuo, de las minorías y de los colectivos sociales. De esta forma, la mayoría tiene derechos ilimitados, mientras que la persona individualmente considerada no tiene derechos frente a la mayoría. La tiranía de las mayorías se fundamenta y sostiene en la ley del número a la que aludió Mella, y es por ello por lo que representa el imperio de la fuerza y de la brutalidad.[17] La democracia directa es la realización de todo esto.
En la medida en que el poder consiste en conseguir que los demás hagan algo que en otras circunstancias no harían,[18] para lo que se recurre a la coacción o a la amenaza creíble del uso de la violencia, el sistema democrático se vale de instrumentos coercitivos de diferente tipo. En este marco político, la tiranía de las mayorías constituye una realidad extraordinariamente opresiva al forzar la voluntad de quienes eventualmente puedan estar disconformes con los dictados de la mayoría. Esta realidad es particularmente lesiva cuando la capacidad legisladora de la mayoría carece de límites o contrapesos, lo que fácilmente puede conducir a decisiones del todo indeseables desde un punto de vista moral pero que, desde la perspectiva de este modelo político, son perfectamente legítimas por el carácter procedimental de la democracia como gobierno de las mayorías. Así, diferentes autores han planteado esta cuestión de un modo muy explícito. Este es el caso de Herbert Spencer al referirse precisamente a la contradicción entre la voluntad de la mayoría y las convenciones sociales: “Supongamos, a modo de argumento, que, golpeada por algún pánico maltusiano, una legislatura que represente debidamente la opinión pública decidiera que todos los niños nacidos durante los próximos diez años deberían ser ahogados. ¿Alguien piensa que tal legislación sería justificable? Si no es así, evidentemente hay un límite al poder de una mayoría. Supongamos, además, que de dos razas que conviven—los celtas y los sajones, por ejemplo—la más numerosa decidiera hacer esclava a la otra. ¿Sería válida, en tal caso, la autoridad del mayor número? Si no lo es, entonces debe existir algo a lo que esa autoridad esté subordinada”.[19]
Para la democracia directa la voluntad de la mayoría lo es todo, y se encuentra por encima de cualquier posible convención social, incluida la moral. De hecho, en el sistema de democracia directa es la propia asamblea popular la que moldea las convenciones sociales, e instituye así una moral que se encarga de anular la independencia individual y de igualar a todos bajo una misma vara de medir. La ley del número cobra así una importancia crucial en este sistema al ser la que determina ese criterio en función del que deben ser evaluadas las situaciones, personas, objetos y acontecimientos. El consentimiento es prefabricado por medio de esta moral social, lo que facilita la cooperación y, sobre todo, la aceptación de las decisiones de la mayoría.
En última instancia la tiranía de las mayorías se convierte en un sistema en el que el capricho de estas es la regla general que es aplicada a todo en nombre de la voluntad general. En la medida en que las mayorías no están sometidas a nada más que a su voluntad, su arbitrariedad es máxima al poder cambiar en cualquier momento sus decisiones a conveniencia, y de igual modo esa moral social que instituyen. Si a esto le sumamos los derechos ilimitados que son atribuidos a la mayoría, descubrimos no sólo el carácter tiránico de la democracia, sino también que el individuo está indefenso frente al gobierno de las mayorías.
Tocqueville expresó lo anterior del modo siguiente: “Cuando un hombre o un partido es víctima de una injusticia en los Estados Unidos ¿a quién queréis que se dirija? ¿A la opinión pública? Es ella la que forma la mayoría. ¿Al cuerpo legislativo? Este representa a la mayoría y la obedece ciegamente. ¿Al poder ejecutivo? Es la mayoría quien lo nombra y a quien sirve de instrumento pasivo. ¿A la fuerza pública? La fuerza pública no es otra cosa que la mayoría en armas. ¿Al jurado? El jurado es la mayoría revestida del derecho de emitir fallos: en ciertos Estados, los jueces mismos son elegidos por la mayoría. Por inicua o fuera de razón que sea la medida que os perjudica, no tenéis más remedio que someteros a ella”.[20] Aunque Tocqueville se refería al caso de EE.UU., esto es perfectamente aplicable al caso de la democracia directa en la medida en que el sistema de mayorías se aplica de un modo más extenso e inmediato que en ninguna otra forma de democracia, y donde el órgano central de decisión política no encuentra frenos ni límites a su acción legisladora. El individuo está así a expensas de las mayorías frente a las que permanece indefenso y desamparado.
Como toda tiranía, la democracia directa, a tenor de lo antes expuesto, conlleva una elevada concentración de poder que se produce en la asamblea popular en tanto órgano central encargado de ejercer el poder político. La legitimidad de las decisiones tomadas en dicho órgano depende de que reflejen la voluntad de la mayoría, pues esta, además de no equivocarse nunca, expresa la voluntad general que, a su vez, refleja el interés general o bien común.[21] No importa la naturaleza de la decisión tomada, incluso si esta conlleva menoscabar la autonomía del individuo, de una minoría o de un colectivo social específico, ya fuese, como Spencer plantea, con la comisión de infanticidio o con la esclavización de otro pueblo. La voluntad general siempre tiene razón. Un despotismo así sólo es comparable con los existentes en el mundo oriental en los que proliferó esta forma de gobierno, y en donde todavía existen vestigios de este sistema político.
La anarquía está en las antípodas de la democracia directa en la medida en que no reconoce a nadie el derecho a coaccionar a los demás, lo que implica la ausencia de un ente regulador de las relaciones y vida social. En este sentido, una mayoría, cualquiera que esta sea, está desprovista de un valor moral intrínseco, pues el anarquismo no confiere a esta un poder o un derecho a gobernar a los demás. Por el contrario, la descentralización que entraña la anarquía conlleva que el individuo preserve su autonomía gracias a unas condiciones de libertad negativa, es decir, de ausencia de coacciones e impedimentos de una autoridad externa reguladora. Una sociedad libre no es posible sin que sus integrantes también lo sean individualmente. Y de igual modo, no hay libertad allí donde sólo unos pocos la disfrutan en detrimento del resto, pues esto no es libertad, sino el privilegio de mandar.
Asimismo, el anarquismo presenta un punto de vista más realista y matizado en lo que respecta al ser humano y la sociedad. La mayoría no tiene necesariamente que tener razón por el hecho de ser una mayoría, pues esta puede incurrir en errores, al igual que todo individuo. Incluso si la mayoría estuviese en lo correcto, ello tampoco le daría ningún derecho sobre las personas. Pero al margen de todo esto, es difícil concebir desde una perspectiva libertaria que la inteligencia pueda desarrollarse como tal en un contexto en el que el individuo es anulado al quedar despojado de su correspondiente autonomía, tal y como sucede en la democracia directa en donde las mayorías no se conforman con establecer mandatos, sino que también desempeñan una función de dirección moral que afecta directamente al pensamiento. Un contexto en el que no hay espacio para la vida individual, entendida esta como el libre desarrollo de la personalidad y capacidades del individuo en conjunción con su entorno, porque lo comunitario lo abarca y domina todo y la crítica y el disenso están prohibidos, es el propio de una tiranía. En el caso de la democracia directa, una tiranía de las mayorías.
El anarquismo no otorga una cualidad moral superior a la mayoría por el simple hecho de ser mayoría. En este sentido, la visión libertaria de la realidad social está más apegada a los hechos y a la experiencia directa, y no tanto a un programa político basado en ideas abstractas desconectadas de la realidad. En lo que a esto respecta, la perspectiva libertaria asume que las mayorías también son susceptibles de cometer injusticias y de oprimir al individuo y a las minorías. No hay nada que haga de una mayoría algo esencialmente bueno y esta, por lo demás, acostumbra a prestarse a hacer justamente lo contrario, especialmente cuando se le confiere poder decisorio para gobernar las vidas de los demás, tal y como sucede en la democracia directa.
En anarquía, la esfera individual es un ámbito que permanece al margen de cualquier intervención exterior, de manera que la persona conserva su plena capacidad para obrar y relacionarse con otras personas y colectivos sin los impedimentos externos de un ente regulador, como podría ser una mayoría asamblearia en el caso de la democracia directa. Así pues, la ley del número es completamente inoperante en anarquía. A esto se suma que la política en anarquía es un ámbito específico de la existencia humana que se desenvuelve junto a muchos otros, de tal modo que no ocupa un lugar central ni supremo como ocurre en la democracia directa.[22] En este sentido, la política no obedece al ejercicio del poder, como sucede en la democracia, sino que constituye un ámbito en el que se gestiona la convivencia colectiva, y más específicamente los asuntos que atañan al conjunto de la comunidad. Constituye un espacio de interlocución y negociación en el que se hacen concesiones mutuas para tomar acuerdos con los que se dirimen las diferencias inherentes a una sociedad diversa en la que coexisten personas con diferentes intereses.
La democracia directa constituye una tiranía de las mayorías, de forma que su desarrollo como sistema político puede conducir a la oclocracia o gobierno de la muchedumbre. Esta tipología de sistema de gobierno fue establecida por los autores clásicos como Polibio en su obra Historias, y con la que este se refirió a aquel escenario en el que la democracia deriva en un clima de ilegalidad y violencia. En el s. XVIII, James Mackintosh se refirió a la oclocracia como el gobierno de la turba, una suerte de democracia degenerada, un despotismo del populacho.[23] Estos puntos de vista reflejan el tipo de escenario al que puede conducir la democracia directa, pero no cambia en absoluto la naturaleza de este sistema de gobierno en el que el poder es concentrado y ejercido sin límites ni frenos. Por esta razón es una tiranía y, además, la peor de todas al ser ejercida por unos vecinos contra otros.
[1] Crítica a la democracia directa (VI): una tiranía política. Ver también: Mella, Ricardo, La ley del número, Madrid, LaMalatesta, 2017.
[2] Esta crítica está recogida en la serie de artículos que comienzan con Crítica a la democracia directa (I): una aproximación libertaria.
[3] Brettschneider, Corey, “Tyranny of the Majority and Minority Rights”, en George Thomas Kurian (Ed.), The Encyclopedia of Political Science, Washington D.C., CQ Press, 2011, Vol. 5, pp. 1694-1695.
[4] Mill, John Stuart, Sobre la Libertad, Madrid, Alianza, 1984, pp. 58-59.
[5] Tocqueville, Alexis de, La democracia en América, Madrid, Sarpe, 1984, Vol. 1, pp. 248 y siguientes.
[6] Ely, John Hart, Democracy and Distrust, Cambridge, Harvard University Press, 1980.
[7] Mieklejohn, Alexander, Free Speech and its Relation to Self-Government, Nueva York, Harper, 1948.
[8] Brettschneider, Corey, Democratic Rights: The Substance of Self Government, Princeton, Princeton University Press, 2007.
[9] Dworkin, Ronald, Freedom’s Law, Cambridge, Harvard University Press, 1997.
[10] Rousseau, Jean-Jacques, El contrato social, Barcelona, Altaya, 1993, pp. 18-19. Ver también: Demofascismo.
[11] Waldron, Jeremy, Law and Disagreement, Oxford, Oxford University Press, 1999.
[12] Mill, John Stuart, op. cit., pp. 58-59. Ver también: Crítica a la democracia directa (VII): la política. Mella, Ricardo, op. cit.
[13] Toqueville, Alexis de, op. cit., Vol. 1, pp. 253-254.
[14] Gewirth, Alan, “Marsilius of Padua”, en Paul Edwards (Ed.), The Encyclopedia of Philosophy, Nueva York, Macmillan, 1967, Vol. 5, pp. 166-168.
[15] Toqueville, Alexis de, op. cit., Vol. 1, p. 253.
[16] Mella, Ricardo, op. cit.
[17] Democracia: Dictadura de las mayorías. Mella, Ricardo, op. cit.
[18] Esta definición del poder fue esbozada inicialmente en Dahl, Robert, “The Concept of Power”, Behavioral Science, Vol. 2, Nº 3, 1957, pp. 201-215.
[19] Spencer, Herbert, Social Statics, Nueva York, Robert Schalkenbach Foundation, 1954, p. 188.
[20] Tocqueville, Alexis de, op. cit., Vol. 1, p. 254.
[21] Crítica a la democracia directa (III): la legitimidad.
[22] Crítica a la democracia directa (VII): la política.
[23] Mackintosh, James, Vindiciae Gallicae and Other Writings on the French Revolution, Indianápolis, Liberty Fund, p. 99.