La idea de bien común ya estaba presente en la Antigüedad cuando los filósofos griegos se refirieron a la existencia de un interés común, como es el caso de Aristóteles. En este caso, la atención se dirigió al tipo de formas políticas correctas que realizan el bien común, y aquellas otras que no lo realizan porque responden exclusivamente al interés de los gobernantes.[1]
El concepto del bien común está presente en la filosofía política de diferentes autores, lo que refleja la evolución de esta idea a lo largo de la historia. Así, Tomás de Aquino sostiene que el bien común es el objetivo de la ley y del gobierno.[2] John Locke, por su parte, defiende que los fines de la sociedad política son la paz, la seguridad y el bien común. De hecho, Locke llega a afirmar que el bien de la sociedad debe ser la ley suprema.[3] David Hume afirma que las convenciones sociales son adoptadas y reciben sustento moral en virtud del interés público o común al que sirven.[4] James Madison, por su parte, se refiere al bien público, común o general como algo estrechamente ligado a la justicia, al mismo tiempo que sostiene que la justicia es el fin del gobierno y de la sociedad civil.[5] Mientras que para Jean-Jacques Rousseau, el principal teórico de la democracia directa, el bien común es identificado con el objeto de la voluntad general de la sociedad y el fin más importante.[6]
La noción de bien común no constituye un problema en sí mismo, es decir, todas las teorías políticas asumen en mayor o menor medida, de modo explícito o implícito, la existencia de algún tipo de bien común. La cuestión de fondo es cómo se define este concepto, lo que origina importantes discrepancias. Sin embargo, aquí el interés recae en la relación que este concepto tiene con la democracia directa, lo que inevitablemente hace necesario remitirse a lo que Rousseau dice al respecto.
Desde el punto de vista de Rousseau la sociedad sólo puede funcionar en la medida en que los individuos que la forman tienen un interés común y el fin último de la comunidad política es la realización del bien común. Asimismo, Rousseau afirma que el bien común sólo puede identificarse y aplicarse atendiendo a la voluntad general de la comunidad política, la cual es expresada por el pueblo reunido en asamblea. Según Rousseau, la voluntad general tiende siempre hacia el bien común. Además de esto, Rousseau distingue entre la voluntad general de la voluntad de todos, subrayando que mientras esta última es simplemente la suma total de los deseos de cada individuo, la primera es la voluntad única que se dirige a su preservación común y a su bienestar general. Así pues, la autoridad política únicamente es legítima si existe de acuerdo con la voluntad general y hacia el bien común, y esto sucede cuando el pueblo es el depositario de la soberanía en un régimen de democracia directa. En suma, la búsqueda del bien común es lo que permite a la comunidad política actuar como una comunidad moral.
La visión de Rousseau acerca del bien común resuelve las cuestiones decisivas sobre quién y cómo se define esta idea. En la democracia directa es el pueblo soberano el que reunido en asamblea define el bien común, y la voluntad general expresada a través de las votaciones es el modo de hacerlo. Sin embargo, es igual de importante destacar las ideas que subyacen a este punto de vista, pues desvelan las principales divergencias que en torno a este asunto existen entre la democracia directa y la anarquía.
Tal y como se ha explicado en otra parte,[7] la comunidad es entendida como una realidad superior a la suma de sus partes. Es decir, la comunidad es un todo más allá de los individuos que la conforman y, por tanto, les trasciende. De esta forma, la comunidad tiene entidad propia y sólo puede aprehenderse a través de la voluntad general que se expresa en los plenos de la asamblea. Esta voluntad es la que define el bien común que constituye un valor absoluto al ser considerado algo positivo en sí mismo, pues se le presupone que constituye el bienestar general y la preservación de la propia comunidad. En la democracia directa la voluntad general está configurada por el dictado de la mayoría en las votaciones de los plenos, por esta razón se trata del gobierno de la mayoría. Consecuentemente, la definición del bien común depende de lo que vote la mayoría.
Lo anterior trae a colación una cuestión ya abordada con anterioridad, y esta no es otra que la homogeneidad social como condición y consecuencia de la democracia directa.[8] La democracia no puede funcionar si no elimina la heterogeneidad y pluralidad de la sociedad, pues no es compatible con la existencia de intereses particulares que se concretan en diferentes identidades. Por esta razón, la democracia persigue el establecimiento de una identidad sustantiva común que haga posible, a su vez, la una igualdad sustantiva entre los miembros de la comunidad. De esta manera, se construye un interés común que sirve de referencia a la hora de tomar decisiones y expresar la voluntad general. De hecho, la voluntad general sólo puede llegar a manifestarse bajo estas condiciones, con la existencia de un interés común asentado en una identidad política colectiva.
Así pues, esa identidad política colectiva que establece una identidad sustantiva es la que define el interés común a partir del que es definido el bien común de la sociedad que, más tarde, se expresa a través de la voluntad general en las votaciones de la asamblea. Por tanto, el contenido del bien común es determinado por las mayorías que se configuran en la asamblea popular soberana, y este es impuesto al conjunto de la comunidad debido a la obligatoriedad de las resoluciones de este órgano. El uso de la fuerza contra quienes resistan las decisiones de la asamblea está legitimado por el hecho de que el bien común representa en sí mismo un valor moral, con lo que oponerse a los dictados de la asamblea es atentar contra este bien y, por tanto, contra el conjunto de la comunidad, y más concretamente contra su existencia y su bienestar general.
En la medida en que la comunidad es concebida como una realidad superior que trasciende a sus integrantes, la definición del bien común refleja esta misma idea subyacente. Dicho bien no es, entonces, el reflejo del bien de los individuos que conforman la comunidad, sino el bien de la comunidad entendida como un todo que está más allá de sus miembros, por encima de estos, al constituir una realidad con entidad propia. Así es como el bien común queda desvinculado del bien de los individuos que componen la comunidad, pues este parte del interés común que se fundamenta en la identidad política colectiva compartida por todos los miembros de la comunidad.
El bien común en la democracia directa constituye un elemento legitimador del gobierno de las mayorías debido al carácter moral del que está revestido. Oponerse a la voluntad general es oponerse a este bien, lo cual es censurado al considerarse un cuestionamiento de la existencia de la comunidad y de su bienestar. De ahí que la democracia directa abogue por la supeditación del individuo a la comunidad, para lo que se le niega cualquier derecho y se le relega a la más completa insignificancia. Pero también es un instrumento de poder, pues la definición de este bien se realiza a partir de la interpretación que se lleve a cabo del interés común. Quien habla en nombre del bien común pretende el poder o lo ejerce, de modo que esta idea moral es utilizada para someter a los demás.
La interpretación del bien común requiere algo más que una igualdad sustantiva basada en una identidad política colectiva. Además de las maniobras políticas inherentes a la democracia directa para pastorear a la comunidad y manipular las decisiones,[9] también está la función que desempeña la educación mediante la inculcación de aquellas ideas, valores y actitudes que configuran la mentalidad dominante. De esta manera, la interpretación del bien común es acotada por un marco preestablecido conforme a unos parámetros ideológicos determinados. A esto se suma la propaganda como otro elemento más que, junto a la educación, interviene en el moldeamiento de la voluntad general que define el bien común.
El individuo no puede sustraerse del bien común por el carácter obligatorio que tiene. Cuando su voto no coincide con el de la voluntad general el error es suyo, pues la voluntad general nunca se equivoca, lo que refleja que cualquier discrepancia con esta no es sino el reflejo de un modo errado de entender el bien común. Además de esto, no tiene derecho a oponerse al bien común, porque es sinónimo de traición. El bien común, en definitiva, es el resultado de una imposición que se produce en la asamblea popular en su calidad de órgano que formalmente ostenta el poder y la legitimidad para dictar normas y dar órdenes.
La anarquía, por el contrario, parte de una filosofía individualista que no transmuta en un comunitarismo que anula al individuo y le priva de su libertad. El proceso de definición y determinación del bien común es completamente distinto al no recurrir a instrumentos coercitivos de ningún tipo. En este sentido, la asamblea constituye el espacio en el que se produce la deliberación y negociación entre las diferentes partes con sus respectivos intereses. La realización de concesiones mutuas y la búsqueda de un consenso es lo que conduce a acuerdos que integran la diversidad y heterogeneidad inherentes a toda comunidad en la resolución de problemas y desafíos comunes. Por tanto, el bien común no se desvincula del bien de las personas que forman la comunidad.
Por otro lado, la anarquía constituye un sistema descentralizado en el que las personas y los diferentes colectivos que constituyen una comunidad autogestionan sus necesidades. Por esta razón es más preciso hablar no tanto de un bien común, que abarca a toda la comunidad, como de diferentes bienes comunes que se superponen unos con otros. Así, en cada ámbito existen intereses comunes específicos y diferenciados del resto, los cuales se configuran en los órganos de coordinación y gestión que desarrollan individuos y colectivos en cada caso, dando origen a un bien común concreto. La anarquía contempla la existencia de una pluralidad de bienes comunes que coexisten e interaccionan entre sí. Por este motivo un bien común general, más amplio, que englobe a la comunidad entera, es una idea bastante abstracta que únicamente puede concretarse cuando la actividad de alguna persona o grupo de personas afecta al conjunto de la comunidad y es necesario llevar esta cuestión a la asamblea. Es entonces, a partir de la deliberación, negociación y concesiones que se realicen, cuando el bien común se concreta en algún tipo de acuerdo que integra los múltiples intereses implicados.
La democracia directa constituye un sistema político altamente centralizado en el que únicamente a la asamblea popular soberana le coresponde determinar el bien común, pues la extensión del ámbito de actuación de este organismo central se extiende a todas las esferas de la vida humana. De esta manera, la asamblea determina qué es el bien común en cada ámbito específico e impide que las personas involucradas en estas esferas puedan decidir por sí mismas cuál es el bien común para cada área concreta. La democracia no admite la heterogeneidad de intereses, sino un único interés, lo que es consecuencia de la negación de la autonomía del individuo al carecer de derechos frente a la comunidad. Como consecuencia de todo esto, el bien común es dictado por la asamblea a través de votaciones, lo que se trata de una imposición de la mayoría, de lo que resulta la intervención de este órgano político central en todas las áreas de la vida de las personas.
Así pues, la democracia directa, con su centralismo, es un permanente asalto a la vida de las personas y de los grupos sociales que constituyen una comunidad. Es un ataque a sus intereses en nombre de la voluntad general que busca el sometimiento del individuo y de los colectivos de la sociedad. La violencia es utilizada como instrumento para imponer la voluntad general que es identificada con el bien común, y legitimada en nombre de este mismo absoluto moral. La resistencia del individuo al leviatán democrático representado por la asamblea soberana es considerada una traición y, por tanto, todo cuestionamiento y desobediencia son reprimidos, perseguidos y censurados implacablemente, también en nombre del bien común.
La anarquía, por el contrario, no contempla que la determinación del bien común pueda ser el resultado de una imposición, de un acto violento, ya sea en nombre de la mayoría o de un absoluto moral. La libertad de las personas para decidir cuál es su bien es el sello distintivo de esta forma política en contraste con el despotismo democrático. Asimismo, la anarquía entraña una relativización del concepto de bien común porque este no es necesariamente único y universal, al mismo tiempo que es el resultado de negociaciones, de deliberaciones y del intercambio de concesiones mutuas. En última instancia, puede concluirse que sin libertad no puede haber bien común alguno, sino simplemente la imposición del interés particular de una facción que se erige en representante y portavoz del bien común, al mismo tiempo que utiliza esta idea moral como instrumento para reivindicar y ejercer el poder, lo que siempre se traduce en toda clase de abusos contra el individuo y las minorías. Por eso, la democracia directa es una de las peores tiranías posibles, al estar al mismo nivel que el de las tiranías totalitarias.[10] Frente a la negación de la libertad que representa la democracia directa, la anarquía es la afirmación de la libertad de la persona para decidir, tanto individual como colectivamente, cuál es su bien.
[1] Aristóteles, La política, Bogotá, Instiuto Caro y Cuervo, 1989.
[2] Tomás de Aquino, Suma de teología, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2001.
[3] Locke, John, Segundo tratado del gobierno civil, Madrid, Tecnos, 2010.
[4] Hume, David, A Treatise of Human Nature: Being an Attempt to Introduce the Experimental Method of Reasoning into Moral Subjects, Londres, Thomas Longman, 1739, Vol. 3, pp. 50 y siguientes.
[5] Madison, James, “The Federalist, 10”, en Hamilton, Alexander, James Madison y John Jay, The Federalist Papers, Oxford, Oxford University Press, 2008, pp. 48-55.
[6] Rousseau, Jean-Jacques, El contrato social, Barcelona, Altaya, 1993.
[7] “Crítica a la democracia directa (IV): el individuo y la comunidad”.
[8] “Crítica a la democracia directa (IX): la homogeneidad”.
[9] “Crítica a la democracia directa (VI): una tiranía política”.
[10] “Demofascismo”.