Seleccionar página

Existen muchas definiciones distintas de lo que es la política, sin embargo, hay algo común en todas ellas: la política consiste en el modo en el que se desenvuelve la vida colectiva. La política adopta un carácter específico en función de cada sistema político. Así, en los sistemas estatistas, en los que existen gobernantes y gobernados, la política se refiere a las relaciones de poder, las cuales se concentran principalmente en el Estado al ser la organización que ostenta el mando sobre la sociedad y, por tanto, la que decide sobre las normas que organizan la vida colectiva. En la democracia directa la esencia es la misma pero, a diferencia de las sociedades estatizadas, la política se desenvuelve en el seno de la asamblea popular.

 

La concepción de la libertad propia de la democracia directa es la que se corresponde con el ejercicio del poder político en la asamblea popular, tal y como ya fue explicado en otra parte.[1] La libertad no es entendida en términos individuales, sino de forma colectiva como el ejercicio de ese poder que se concentra en la asamblea. Todo esto está relacionado, asimismo, con el carácter soberano que asume dicha asamblea, y que está ligado al control de los instrumentos de coerción que ostenta para obligar a cumplir sus decisiones.[2] De esta forma, la democracia directa redefine las relaciones de poder entre gobernantes y gobernados a partir de la correlación de fuerzas entre las mayorías y minorías que se forman en el marco de las luchas políticas que se desarrollan en el seno de la asamblea.

 

El hecho de que la asamblea sea soberana hace que su control sea objeto de disputa por parte de las distintas facciones que eventualmente lleguen a formarse. La política se concentra en la asamblea y esta consiste, por un lado, en la movilización de apoyos que en la forma de votos configuran la denominada voluntad general. Y por otro lado, la política consiste en que las decisiones que concretan la voluntad general sean aplicadas a través de todo un sistema de coacciones para forzar su cumplimiento. A todo lo anterior cabe sumar, también, la extensión del ámbito de actuación de la asamblea, que abarca todas las esferas de la existencia. La política constituye el principal plano de la existencia del individuo, y desde la perspectiva de la democracia directa esto significa que la persona se realiza a través de la política, es decir, de su participación en la cosa pública a través de la asamblea.

 

Como rápidamente puede deducirse de lo antes expuesto, la asamblea constituye un organismo cuya actividad expansiva conduce a su intromisión en todos los ámbitos de la vida de las personas, pues concentra todo el poder y no encuentra límites a su acción. No hay que olvidar que el individuo carece de derechos frente a la comunidad, tal y como se ha explicado en otra parte.[3] Asimismo, la política carece de objeto material concreto en este tipo de sistema, con lo que cualquier cosa es susceptible de convertirse en un asunto político, de forma que la asamblea puede llegar a pronunciarse acerca de cualquier cuestión e imponer así su voluntad, aún en contra del individuo o de un colectivo concreto.

 

Como consecuencia de lo antes descrito, la política en la democracia directa presenta unas particularidades específicas en la medida en que las decisiones son tomadas en un órgano colectivo como es la asamblea. Las relaciones entre gobernantes y gobernados se configuran en este espacio de poder en el que se forman las mayorías que determinan la voluntad general. Esto, unido a  la extensión del ámbito de actuación de la asamblea, propicia la politización del conjunto de la sociedad que es arrastrada así a interminables luchas políticas. De este modo, se conforma un permanente estado de confrontación marcado por las distintas facciones en pugna por el control de la toma de decisiones.

 

Las luchas encarnizadas entre distintas facciones en el seno de la asamblea marcan la dinámica de este tipo de sistema. Además de esto, se suma el hecho de que, debido a que la asamblea tiene competencias en todos los ámbitos, cualquier cosa puede ser sometida a deliberación. La consecuencia más inmediata es que se produzcan plenos interminables en los que se discute sobre un sinnúmero de asuntos. Debido a que no todo el mundo dispone del mismo tiempo, finalmente es una minoría de personas, que sí tiene más tiempo que las demás, la que se ocupa de decidir. Es habitual que por falta de tiempo muchas personas no acudan a la asamblea, o simplemente no puedan quedarse hasta el final. Este tipo de situaciones impulsan dinámicas centralizadoras en las que la toma de decisiones recae en unos pocos individuos, lo que a la postre favorece la profesionalización de la política en este tipo de régimen.

 

Por otro lado, el hecho de que se pueda deliberar acerca de cualquier cosa en la asamblea y que los órdenes del día contemplen una lista extensa de asuntos a tratar, hace que se implanten estrategias de desgaste, de forma que una determinada facción termina llevándose el gato al agua a base de cansar al resto de participantes. Las deliberaciones se alargan, las personas tienen que abandonar la asamblea por falta de tiempo, y finalmente queda un reducido grupo de personas en el que una determinada facción insiste en su posición hasta que doblega, por cansancio, a los demás y reúne los votos necesarios para aprobar su moción.

 

Además de lo anterior, es importante señalar que en donde una asamblea reúne a decenas o cientos de personas es materialmente imposible que todo el mundo hable en el pleno para expresar su punto de vista. Por esta razón, las intervenciones terminan siendo monopolizadas por grupos reducidos de personas, los líderes en torno a los que se agrupan las diferentes facciones que pugnan en el proceso decisorio. Como consecuencia de estas dinámicas el debate público, y la política en general, se convierte en un asunto de estos líderes que son al final los que conducen la asamblea hacia donde ellos desean, e imponen así su criterio e intereses.

 

Las tendencias antes descritas se ven agravadas por otra circunstancia no menos importante. Esta no es otra que las habilidades retóricas de cada persona. Lo cierto es que no todo el mundo es igual de comunicativo, ni tiene la misma disposición a intervenir en las deliberaciones de una asamblea. Hay diferentes factores que pueden explicar esto como el miedo escénico, problemas de dicción, timidez, etc. Esta realidad genera unas condiciones favorables para que las personas con más iniciativa y mayores dotes oratorias dominen los plenos, lo que trae consigo el auge de los demagogos y de la manipulación.

 

Otro factor que contribuye de manera decisiva a convertir la política en el asunto de unas élites en el marco de un sistema de democracia directa es la capacidad organizativa de las personas, pues esta no es igual para todo el mundo. De esta forma, quienes tienen mayor capacidad para movilizar adhesiones a sus iniciativas y propuestas son quienes finalmente logran sacarlas adelante en los plenos. Estas personas se erigen rápidamente en líderes de facciones que consiguen imponer sus propios planteamientos e intereses. Esto lo logran a través de distintos procedimientos, pero generalmente es preparando la decisión antes de un pleno. Así, cada líder avisa a sus redes de seguidores para que se pronuncien en el pleno de una determinada manera respecto a una moción o mociones concretas. Así, el voto se lleva preparado desde casa y se consigue imponer la voluntad de estos líderes.

 

Cuando la democracia directa se aplica a comunidades relativamente extensas, compuestas por un número considerable de personas, se produce lo que Robert Michels denominó la ley de hierro de la oligarquía.[4] Según esta teoría, es inevitable que en el seno de una organización democrática surja por razones tanto tácticas como por necesidades técnicas de la propia organización el gobierno de una élite u oligarquía. Esto ocurre especialmente en el seno de organizaciones complejas, como pueden ser comunidades relativamente grandes. Aparece, entonces, una clase de dirigentes que ejerce funciones de administración, de portavocía, así como funciones ejecutivas. La democracia directa, a tenor de lo explicado antes, ofrece unas condiciones favorables para el surgimiento de una oligarquía con sus respectivos líderes, lo que eventualmente puede conducir a formas de cesarismo.

 

En cierto modo, lo dicho por Michels es confirmado por Kevin Carson. Este autor anarquista se refirió al ámbito de las empresas acerca del que señaló que cuando una organización excede una escala humana, finalmente se desarrollan relaciones impersonales, estructuras organizativas pesadas y formas de control y centralización. La democracia directa no escapa a nada de esto, especialmente cuando se trata de comunidades políticas grandes. Es un sistema que se basa en la coacción y que, además de esto, produce unas condiciones sociopolíticas que favorecen la concentración y centralización del poder en unas pocas manos a expensas del resto de la comunidad.

 

Tampoco hay que olvidar que el sistema de votaciones de una democracia, en las condiciones antes descritas, es susceptible de ser manipulado de infinidad de formas distintas. Además de esto, es un sistema que alienta la permanente confrontación entre facciones, pues excluye la negociación y el pacto. Por el contrario, favorece la imposición de la voluntad de las mayorías que, al fin y al cabo es, como se ha explicado antes, la voluntad de una minoría. De esta forma, la cohesión social se preserva a través de una convivencia forzada en la que la violencia desempeña un papel crucial, al igual que ocurre en las sociedades estatizadas.

 

La democracia directa es otra forma de tiranía que se dedica a usurpar la voluntad del individuo y de las minorías al imponerles la voluntad de una facción dominante en una asamblea. Además de esto, la democracia directa ni siquiera puede considerarse como el gobierno de las mayorías pues en su funcionamiento interno son minorías bien organizadas, con capacidad movilizadora, más tiempo que los demás y con habilidades retóricas las que finalmente monopolizan la política y los procesos decisorios. Por esta razón, reproduce en unas condiciones diferentes a las del Estado, pero idénticas en su naturaleza, la dialéctica de gobernantes y gobernados inherente a las relaciones de poder. La democracia directa es, por tanto, un sistema pernicioso con muy malos resultados, y que no se diferencia en nada importante de los sistemas estatistas actuales. Si acaso puede afirmarse que es peor que los sistemas de democracia liberal en la medida en que implica una concentración de poder mucho mayor, pues la asamblea popular se instituye en una suerte de leviatán, de pequeño Estado, que no encuentra frenos a su acción legisladora y a su intervencionismo expansivo.

 

La anarquía, por el contrario, constituye un orden social articulado en torno al principio de no agresión, el libre pacto y la libre asociación de los individuos. Estos rasgos diferenciales hacen que la política adopte un carácter diferente en relación con la democracia directa y los sistemas estatistas. En este sentido, la asamblea no constituye una autoridad política que regula los asuntos de los individuos, sino que es el espacio en el que los miembros de una comunidad acuerdan las normas de convivencia.

 

La política en anarquía no consiste, entonces, en reproducir la dialéctica de las correlaciones de fuerza entre facciones opuestas que, finalmente, se transforman en relaciones de poder entre gobernantes y gobernados. Por el contrario, la política consiste en un proceso de deliberación dirigido a la consecución de compromisos, concesiones, etc., a través de la negociación e interlocución entre las diferentes partes con el reconocimiento de sus respectivos intereses. La consecución de pactos a través del diálogo y la negociación es la naturaleza de la política en anarquía, lo que la distancia de las imposiciones inherentes a la democracia con su sistema de votaciones y la obligatoriedad de las decisiones de la mayoría.

 

Los procesos decisorios en anarquía no están preestablecidos, sino que son el resultado de las propias interacciones de los miembros de la comunidad a la hora de afrontar problemas y desafíos comunes. Cada comunidad encuentra sus propios mecanismos decisorios. En lo que a esto se refiere, la anarquía no excluye de manera absoluta la realización de votaciones pero, a diferencia de la democracia, constituye la última opción cuando todas las restantes vías para alcanzar un acuerdo han sido agotadas. En anarquía se prioriza el consenso, lo que significa buscar un acuerdo satisfactorio y eficaz para todas las partes capaz de integrar los diferentes intereses envueltos en la negociación que se desarrolla en la asamblea. La anarquía difícilmente puede funcionar de otra forma, pues los miembros de la comunidad no harán cumplir algo con lo que no están de acuerdo. Todo esto contrasta con la dinámica democrática y la ley del número que la rige,[5] donde unos líderes acuden al pleno de la asamblea a soltar su parrafada y a arrastrar a sus adeptos hacia sus posiciones para lograr la mayoría en la votación correspondiente.

 

La asamblea en anarquía no consiste en un ente regulador de las relaciones sociales, sino en un espacio en el que son sometidas a deliberación aquellas cuestiones que afectan a todos los miembros de la comunidad y que por ello son trasladadas a este ámbito. El principio de que aquello que es de todos se decide entre todos es, en definitiva, el que determina la extensión del ámbito de actuación de la asamblea. A esto cabe añadir que la aplicación de las decisiones adoptadas en la asamblea depende de los propios participantes debido a la ausencia de un sistema de coerción. Puede decirse que el principio de “pacta sunt servanda” es el que gobierna los acuerdos adoptados. En última instancia, la convivencia se fundamenta en la confianza mutua y la buena fe, pero también en las normas sociales no escritas o, dicho de un modo distinto, en los usos y costumbres propios de esa comunidad.

 

En relación con el alcance del ámbito de actuación de la asamblea en anarquía cabe decir que este está constreñido por la propia vida social. La política no constituye el principal plano de la existencia de las personas en anarquía, sino que representa un tipo de relación social específica que ataña a las cuestiones relativas a la convivencia colectiva. En anarquía las personas desarrollan sus interacciones la mayor parte del tiempo en ámbitos muy distintos del meramente político, de forma que este último constituye un momento específico cuando la asamblea es convocada para abordar asuntos que afectan al conjunto de la comunidad. En líneas generales puede decirse que la vida en anarquía confiere al ámbito de lo prepolítico, a aquello que no sólo es anterior a la política, sino que está fuera de esta, una especial importancia al constituir el espacio en el que se desenvuelve la mayor parte de la vida individual y colectiva. Este ámbito engloba las relaciones interpersonales, la cultura, la economía, el conocimiento, etc., en los que las personas desarrollan multitud de interacciones de diferente tipo sin la intervención de ningún órgano político, sea la asamblea popular de la democracia directa o el Estado.

 

Suele aducirse que la anarquía es ineficaz en lo que a la organización de la sociedad se refiere porque no existen mecanismos de supervisión que garanticen el cumplimiento de los acuerdos adoptados, lo que justificaría el establecimiento de instrumentos de coerción con los que forzar la voluntad de las personas para obligarlas a cumplir lo acordado. Sin embargo, este argumento es muy cuestionable. Como ya se ha dicho, el proceso decisorio en anarquía requiere la consecución de un pacto que integre los diferentes intereses de las partes involucradas. En caso contrario, es improbable que el acuerdo se cumpla porque no existe un ente coactivo que pueda obligarles a acatar algo con lo que no están de acuerdo. Es decir, el hecho de que el acuerdo integre los intereses de las partes implicadas incentiva que estas, a su vez, busquen su cumplimiento.

 

Por otra parte, los acuerdos adoptados pueden contemplar el establecimiento de mecanismos de supervisión para comprobar la observancia de los mismos, sin que ello signifique el establecimiento de un sistema de coacciones. Esto puede ser un procedimiento válido en circunstancias en las que hay un déficit de confianza en el seno de la comunidad en relación con una determinada cuestión que ha generado controversia. Con este tipo de procedimientos se busca asegurar el cumplimiento de lo pactado y restablecer la confianza. También es un procedimiento que puede aplicarse en aquellas circunstancias en las que un acuerdo entraña cierta complejidad en su ejecución, lo que puede requerir el establecimiento de una supervisión más o menos continuada para garantizar que es implementado adecuadamente. Dicho todo esto, la anarquía no significa que los acuerdos no se cumplan per se, pues genera incentivos para que estos sean ejecutados a través de un proceso decisorio que busca integrar todos los intereses.

 

Suele aducirse que la anarquía favorece la irresponsabilidad por el hecho de que nadie se ve obligado a cumplir los acuerdos alcanzados, lo que supuestamente justificaría la implantación de instrumentos de coerción. Sin embargo, este argumento es endeble. Allí donde hay sistemas coercitivos, tanto en la democracia directa como en los sistemas estatistas, la coacción no impide que las normas sean en muchos casos incumplidas. Aunque intervienen otros factores relevantes en este tipo de situaciones, no deja de ser cierto que la existencia de mecanismos represivos no es ninguna garantía de que un acuerdo sea cumplido. Además de esto, los sistemas autoritarios presentan un carácter marcadamente comunitarista en el que las personas tienden a delegar en la comunidad el cumplimiento de acuerdos, normas, reglamentos, etc., de forma que son las fuerzas de control y represión de las que dispone la comunidad a las que les corresponde esta función. Las personas normales y corrientes cumplen los acuerdos porque son obligatorios pues su incumplimiento conlleva sanciones.

 

La anarquía pone el acento en la responsabilidad personal, no delega aquello que compete hacer a cada persona. Las decisiones propias tienen consecuencias y, por tanto, a cada cual le corresponde vivir con ellas. En lo que a esto se refiere, la anarquía plantea un modelo de sociedad en el que la convivencia social es voluntaria, asentada en afinidades de diferente tipo que facilitan el establecimiento de un vínculo social entre los miembros de la comunidad. Las normas sociales no escritas moldean esa convivencia en la forma de usos y costumbres que definen lo que está bien y lo que está mal. Por esta razón, la irresponsabilidad derivada del incumplimiento de un acuerdo acarrea un daño reputacional para quien incurre en este comportamiento, lo que afecta a su credibilidad y a la disposición de los demás miembros de la comunidad a llegar a acuerdos y compromisos con esta persona. Quedar relegado al ostracismo como consecuencia de este tipo de comportamientos no parece una buena opción.

 

Ciertamente, la pluralidad de una comunidad no está exenta de generar situaciones en las que aparecen posiciones inconciliables que impiden la adopción de acuerdos, donde el compromiso no es factible, y las salidas que se presentan afectan a los fundamentos de la propia convivencia colectiva. En este tipo de escenarios los desacuerdos pueden superarse por medio de la escisión, siendo esta una opción perfectamente válida y legítima. El derecho de secesión es un componente de la anarquía. De este modo, quienes deciden escindirse pueden formar una comunidad diferente en la que recrear la anarquía, o unirse a otra comunidad ya existente.

 

A tenor de todo lo hasta ahora explicado, la democracia directa concibe la política en los términos de una dialéctica entre gobernantes y gobernados configurada por las mayorías que determinan la voluntad general en las asambleas. En la medida en que esto entraña la existencia de un sistema represivo para obligar el cumplimiento de la voluntad general, la democracia no presenta una diferencia sustancial en relación con los sistemas estatistas. El individuo no cuenta nada, carece de autonomía y es constantemente aplastado al imponerle todo tipo de decisiones. La democracia directa es, en definitiva, una tiranía en la que el poder ni siquiera lo ejerce una mayoría, sino una élite de líderes que, organizados en distintas facciones, pastorean y manipulan a sus conciudadanos para imponer su propia agenda e intereses. De este modo, la política es, al igual que en otros regímenes autoritarios, el ámbito en el que se desenvuelven las relaciones de poder. Por esta razón, la anarquía constituye la alternativa real, en tanto emancipadora, al convertir la política en un proceso de negociación y deliberación en un contexto de ausencia de coacciones, de forma que las relaciones de poder están abolidas al no existir gobernantes ni gobernados.

 

[1]Crítica a la democracia directa (II): la libertad”.

[2] Esto ha sido explicado en “Crítica a la democracia directa (V): la soberanía”.

[3]Crítica a la democracia directa (IV): el individuo y la comunidad”.

[4] Michels, Robert, Political Parties, Nueva York, Heart’s International Library Co., 1915.

[5] Ver Mella, Ricardo, La ley del número, Madrid, La Malatesta Editorial, 2017.