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La democracia es un significante en disputa. En gran parte del mundo se reivindica la democracia y son multitudes las que orgullosamente se definen como demócratas. El sistema de dominación estatista en muchos países también es definido como democrático. Sus constituciones establecen la democracia como forma de gobierno y el pueblo es considerado la fuente de legitimidad última del sistema político. Esto es lo que se observa en países tan dispares como España, Sudáfrica, Chile, Rusia, Turquía o Vietnam, entre muchos otros. Ser y definirse como demócrata está bien visto, al margen del tipo de democracia que se reivindique en cada caso. Mientras que no reivindicarse como demócrata o, peor aún, rechazar la democracia, es censurado. Si no se es demócrata de manera oficial no se es de fiar, y con ello es cuestionada la lealtad del individuo a la comunidad política.

 

Así pues, la cuestión no es si quienes se reivindican demócratas lo son, pues ello supondría tener una definición preconcebida y esencialista de lo que es la democracia, cuando la realidad es que existen diferentes tipos de democracia. Está la democracia liberal o representativa, la democracia popular, la democracia directa, etc., lo que quiere decir que hay diferentes formas de ser demócrata. Lo que puede inferirse de todo esto, más allá de que la época actual es la de la(s) democracia(s), es que el concepto de democracia engloba a todas las fuerzas del sistema, lo que tiene importantes consecuencias a nivel ideológico.

 

La principal consecuencia que se deriva de que las fuerzas sistémicas en muchos países se definan como demócratas es que la democracia, considerada como idea política, no representa una fuerza de cambio dirigida a transformar la realidad social y política para liberar a las personas y hacerlas dueñas de su propio destino. Por el contrario, la democracia desempeña una función estabilizadora y conservadora del orden constituido en la mayor parte del mundo, lo que la convierte en una fuerza reactiva frente a toda aspiración emancipadora. En este sentido, la democracia ha perdido el potencial transformador que tuvo en otro tiempo, cuando el escenario político en casi todo el planeta estaba configurado por regímenes que no reivindicaban la democracia o que la rechazaban abiertamente.

 

La democracia es en la actualidad la forma política que adoptan las fuerzas sistémicas que dominan a las sociedades en la mayor parte del mundo. En este sentido, la democracia presenta una clara incompatibilidad con cualquier aspiración rupturista, al menos si se considera que las diferentes formas de democracia, cuando entran en conflicto, no desencadenan cambios políticos sustanciales, sino simplemente una alteración en la forma del régimen y, por tanto, el modo en el que se desenvuelve la dominación. Por este motivo la democracia, y reivindicarse demócrata, resulta incompatible con reivindicarse al mismo tiempo como antisistema, pues la democracia en sí misma ya no representa un proyecto político antisistémico.

 

Lo antes expuesto se constata en la forma más extrema y radical de democracia, es decir, la democracia directa. Este tipo de régimen mantiene los rasgos esenciales de toda forma de democracia que consiste en el gobierno de las mayorías. La diferencia que existe entre las distintas maneras de entender la democracia radica en el modo en el que se configuran dichas mayorías, razón que explica precisamente que se deba hablar de una variada cantidad de tipologías de este sistema político. La democracia directa es una de estas variantes.

 

En el caso de la democracia directa las mayorías se configuran en la asamblea popular soberana en la que intervienen directamente quienes tienen la condición de miembros de una comunidad política determinada. Estos, con su voto, expresan la llamada voluntad general que se concreta en decisiones que son vinculantes y, por tanto, de obligado cumplimiento. Por esta razón la democracia directa contempla la existencia de instrumentos coercitivos con los que utilizar la fuerza para hacer cumplir las decisiones de la asamblea. Todo esto supone el establecimiento de una convivencia social forzada en el que la violencia opera como método organizativo para conservar la existencia de la comunidad política.

 

Así pues, la democracia directa, como una suerte de democracia iliberal al rechazar la representación política, los derechos individuales y la separación de poderes, implica una elevada concentración de poder en manos de la asamblea popular soberana, órgano central de decisión política, el cual asume los tres poderes que constituyen el poder político: el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Esto se combina con la ausencia de un límite a la extensión del ámbito de actuación de la asamblea, la cual puede pronunciarse sobre cualquier cuestión, y con ello a imponer sus propias decisiones, sean cuales sean estas.

 

En última instancia la democracia directa consiste en la asunción de todos los poderes que hoy están en manos del Estado por la asamblea popular soberana. Aunque este tipo de sistema político aboga por la desaparición del Estado, no duda en redefinir las relaciones de poder en la sociedad. Las relaciones de poder ya no se desenvuelven entre una clase gobernante escindida de la sociedad, situada al frente de la dirección del Estado, y el conjunto de la sociedad que conforma el grupo de los gobernados. Por el contrario, la democracia directa redefine estas relaciones entre gobernantes y gobernados, no las abole, pues se configuran en torno a las relaciones entre las mayorías y las minorías que se forman en el seno de la asamblea popular.

 

Si en los sistemas políticos actuales el Estado constituye la organización central a través de la que se organiza la sociedad, y donde se desarrollan las relaciones de poder al ostentar el monopolio de la violencia legítima y el control del poder político, la democracia directa contempla que sea la asamblea popular la que ocupe el lugar del Estado. De esta manera, la asamblea pasa a ser el órgano rector de la vida de la sociedad al asumir el monopolio de la violencia y concentrar el poder político. Las funciones que actualmente desempeña el Estado con una estructura organizativa central compuesta por personal profesional pasarían a ser controladas por la asamblea, lo que conllevaría la sustitución de dicha estructura organizativa por personal no profesional extraído de la propia sociedad y sujeto a un mandato temporal. En cualquier caso la asamblea dispondría de la capacidad legislativa para regular los ámbitos que actualmente son gestionados por el Estado.

 

El Estado es esencialmente una cárcel, tanto por los medios de dominación de los que dispone como por el hecho de que su ámbito de actuación es ilimitado al tener la facultad para gestionar y regular prácticamente cualquier asunto. La democracia directa no cuestiona la existencia de un poder político sin límites, habilitado para intervenir en todas las esferas de la vida humana. Su crítica al Estado radica en que constituye una institución al servicio de una élite de gobernantes escindida de la sociedad. La democracia directa plantea que la gestión que hoy desempeña el Estado en todos los ámbitos quede en manos de la asamblea popular soberana, pues asume la política como el único plano de la existencia humana. De esta forma, las relaciones de poder son redefinidas a partir de la correlación de fuerzas entre las mayorías y minorías que se forman en la asamblea.

 

La democracia directa no constituye una forma de autogobierno. Sólo es una forma de autogobierno en la medida en que quienes ostentan el estatus de miembros de la comunidad política participan en el proceso de decisión política. Sin embargo, a nivel interno es un sistema de gobierno de las mayorías que se configuran en la asamblea, al ser esta la que toma las decisiones vinculantes para el conjunto de la sociedad. De hecho, en sentido estricto sólo es un sistema de gobierno de las mayorías en el seno de la asamblea donde estas se configuran, pues a efectos prácticos dicha mayoría es, en relación con el conjunto de la sociedad, una minoría. No hay que olvidar que en toda forma de democracia, incluida la directa, la participación política está restringida a un grupo específico de personas que puede variar notablemente según el caso. Estas personas pueden ser sólo los adultos varones a cargo de un hogar, en otras ocasiones sólo los que tienen derecho a portar armas, etc., lo que, dependiendo de la configuración de la sociedad, puede implicar dejar fuera de la actividad política a una porción considerable de la población, a veces más de la mitad.

 

Al margen de las peculiaridades que la democracia directa pueda presentar en función del contexto específico en el que se aplique, constituye una forma de gobierno que no se diferencia en nada sustancial de los sistemas estatistas en los que prevalece una convivencia social forzada y, por tanto, el individuo y las minorías son obligadas a acatar las decisiones de la mayoría asamblearia independientemente de la naturaleza de estas. En este sentido, la democracia es una tiranía que usurpa el derecho del individuo y de las minorías a escoger sus propios fines, forma de vida y tipo de relaciones.

 

Si el Estado desarrolla su opresión a una escala geográfica en la que abarca a miles o millones de personas a las cuales les impone sus normas, la democracia directa entraña un sistema de opresión a una escala más limitada. La limitación geográfica obedece a razones funcionales debido a que un sistema de gobierno de esta naturaleza carece de una estructura organizativa como la del Estado, y en su lugar se establecen grupos, comisiones, organismos, etc., muchas veces creados ad hoc, que se ocupan de implementar la gestión de aquellos ámbitos de los que el Estado se encarga en la actualidad. Estos grupos, que no son necesariamente estructuras permanentes, y que se caracterizan por la rotatividad de quienes las componen al no ser personal profesional, disponen de menos recursos, lo cual limita sus posibilidades a nivel operativo. A pesar de esto, la naturaleza de este tipo de régimen es sustancialmente idéntica a la de cualquier Estado.

 

La democracia directa, como todo sistema de gobierno, se define en última instancia por aplicar una serie de procedimientos y sistemas de control sobre las personas. En lo que a esto se refiere, la democracia directa reproduce sobre el individuo los mismos efectos que cualquier otra forma de gobierno, lo que fue resumido por Proudhon del modo siguiente: “Ser gobernado es ser observado, inspeccionado, espiado, dirigido, sometido a la ley, regulado, escriturado, adoctrinado, sermoneado, verificado, estimado, clasificado según tamaño, censurado y ordenado por seres que no poseen los títulos, el conocimiento ni las virtudes apropiadas para ello. Ser gobernado significa, con motivo de cada operación, transacción o movimiento, ser anotado, registrado, contado, tasado, estampillado, medido, numerado, evaluado, autorizado, negado, endosado, amonestado, prevenido, reformado, reajustado y corregido. Es, bajo el pretexto de la utilidad pública y en el nombre del interés general, ser puesto bajo contribución, engrillado, esquilado, estafado, monopolizado, desarraigado, agotado, embromado y robado para, a la más ligera resistencia, a la primera palabra de queja, ser reprimido, multado, difamado, fastidiado, puesto bajo precio, abatido, vencido, desarmado, restringido, encarcelado, tiroteado, maltratado, juzgado, condenado, desterrado, sacrificado, vendido, traicionado, y, para colmo de males, ridiculizado, burlado, ultrajado y deshonrado”.[1]

 

La democracia en general, y la democracia directa en particular, está sobrevalorada. En lo que a esto se refiere puede constatarse que un sistema de este tipo únicamente supondría la reconfiguración de la cárcel estatal que pasaría a estar gestionada por amateurs a una escala más limitada. La opresión seguiría siendo la misma, pero a un nivel diferente al contar con unos instrumentos de coerción y de control más limitados. Así, en lugar de una clase gobernante escindida del pueblo, serían las mayorías asamblearias las que ejerciesen el mando en este sistema, lo que no excluye la aparición de liderazgos entre las facciones dirigentes.

 

La anarquía, por el contrario, plantea un orden social sin instituciones que se arroguen el monopolio de la violencia legítima o que concentren el poder político, pues el principio de no agresión sobre el que se fundamenta todo orden anárquico conlleva que nadie tiene reconocido el derecho a coaccionar a los demás. De esta forma, la anarquía abole las relaciones de poder al impedir la aparición de una élite gobernante. En el lugar del Estado no se instituye una asamblea con plenos poderes sobre los miembros de la comunidad, sino la gestión descentralizada de los ámbitos cuya gestión monopoliza actualmente el Estado. Los individuos y grupos sociales se encargan de la gestión de estos ámbitos a través de la libre asociación y de la cooperación voluntaria.

 

Asimismo, la anarquía crea unas condiciones de máxima libertad para el individuo y los colectivos sociales al no existir impedimentos externos para su libre desarrollo. Las interacciones en cada ámbito responden, por tanto, a las normas sociales imperantes en función de los usos y costumbres inherentes al contexto cultural, geográfico, económico e histórico de cada comunidad. A partir de estas interacciones cada sociedad establece sus propias instituciones para autogestionar sus necesidades sin la intervención de ningún ente regulador o fiscalizador, sea el Estado o una asamblea soberana. La anarquía no le pone puertas a la libertad al no contemplar ningún diseño prefijado de la organización social, pues, como se ha indicado, esto depende de las circunstancias concretas de cada caso. Lo contrario sería incurrir en un error inherente de las ideologías autoritarias y sus doctrinas políticas fundadas en modelos sociales abstractos desconectados de la realidad.

 

[1] Proudhon, Pierre-Joseph, L’idée générale de la Révolution ou 19e siècle, París, 1929, p. 344.