Seleccionar página

La democracia directa contempla la transferencia de la soberanía del ente estatal a la asamblea popular, de forma que la sociedad, a través de este órgano político, adopte la gestión directa de los ámbitos que hoy son competencia del Estado. La asunción de un carácter soberano tiene unas implicaciones decisivas en el modelo de sociedad que conlleva este tipo de sistema político.

 

La soberanía es un concepto jurídico cuyos orígenes se remontan a la teología medieval de Europa occidental. Los monarcas medievales tomaron este atributo que originalmente era sólo de Dios para, de este modo, arrogarse el derecho exclusivo a gobernar su reino sin interferencias externas. La soberanía está, por tanto, estrechamente unida a la formación y desarrollo del Estado moderno. Así, entre el s. XVI y XVII los monarcas europeos comenzaron a utilizar este concepto y a definirse como soberanos, lo que cristalizó en la teoría del derecho divino de los reyes que Robert Filmer sintetizó en Patriarcha.

 

La importancia de este concepto que pasó a organizar constitucionalmente al Estado radica en que el gobierno del reino fue basado en la idea de cómo supuestamente Dios gobierna el mundo de una manera monárquica. Por tanto, el monarca no debía reconocer ningún superior, cómo había sucedido en la época medieval en la que los reyes tenían que coexistir con el Papa y el emperador, quienes eran sus superiores jerárquicos nominales. El emperador hacía monarcas y el Papa los confirmaba. Al mismo tiempo, los reyes eran primus inter pares, con lo que sus prerrogativas reales estaban muy limitadas y, por tanto, sus poderes eran considerablemente reducidos.

 

La introducción de la noción de soberanía fue en cierto modo revolucionaria pues supuso la afirmación de un derecho exclusivo del rey frente a sus superiores. Ciertamente esto no era algo del todo nuevo al comienzo de la edad moderna, pues en la Baja Edad Media los monarcas ya habían avanzado el camino para establecerse como autoridad suprema en sus respectivos reinos. Así, por ejemplo, el rey de Inglaterra, Enrique II, afirmó su autoridad de facto frente a la Iglesia con el asesinato de Thomas Becket, arzobispo de Canterbury, en 1170. Mientras que su sucesor, Ricardo I Corazón de León, no dudó en afirmar en 1193 ante el Emperador Enrique VI que no reconocía a ningún superior excepto a Dios para, más tarde, adoptar el lema “Dieu et mon loi” con el que pretendía afirmar su autoridad divina como monarca.[1] No fue hasta 1202 cuando el Papa Inocencio III reconoció en 1202 que el rey de Francia no tenía ningún superior en el ámbito temporal, y que el reino de Francia era independiente del Imperio.

 

En la medida en que los monarcas concentraron en sus manos una cantidad creciente de instrumentos de dominación, al mismo tiempo que extendieron sus prerrogativas reales en infinidad de ámbitos, pero especialmente en la administración de justicia y la recaudación de impuestos, la soberanía comenzó a ser un atributo de los reyes y a formar parte del derecho político. En esencia implicó que el rey era independiente en el exterior, y que no reconocía a ningún superior. Este hecho fue paulatinamente reconocido por el Papa y el Emperador pero, sobre todo, por otros monarcas que comenzaron a considerarse mutuamente las autoridades supremas en sus respectivos reinos.

 

Así, el fortalecimiento de la corona hacia fuera tuvo, también, sus consecuencias dentro del reino. En este punto es en el que la teoría del derecho divino de los reyes jugó un papel relevante a la hora de afirmar que todos los habitantes del reino deben subordinarse incondicionalmente al rey. Los súbditos, entonces, no tienen ningún derecho en absoluto. Filmer recurrió a una idea patriarcal, es decir, el monarca viene a ser como un padre con autoridad absoluta sobre sus súbditos que son equiparados con sus hijos. Una concepción de la familia y de la organización política de la sociedad que se remonta al derecho romano, el cual instituyó el “pater familias” como figura al mando de la familia, con derecho sobre la vida y la muerte de sus miembros. Esta misma idea la recoge el concepto de soberanía, en este caso aplicado al gobierno de la sociedad, en el que el soberano decide sobre la vida o la muerte de sus súbditos, cuestión que es abordada extensamente por Giorgio Agamben en Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida.

 

La soberanía es un concepto jurídico que generalmente está asociado a una serie de mecanismos de gobierno con los que es posible hacer efectivas las decisiones políticas. En caso contrario, la soberanía es una palabra hueca que sólo figura sobre el papel. Estos mecanismos son los instrumentos de coerción con los que se obliga a las personas a cumplir las decisiones políticas tomadas por la autoridad central. El mundo moderno se ha articulado en torno a este principio jurídico-político que ha convertido la violencia en un elemento central de la organización del conjunto de la sociedad. Los monarcas europeos, en su camino hacia el gobierno absoluto, desarrollaron una burocracia cada vez más grande para recaudar impuestos, administrar la justicia y, finalmente, reclutar soldados. Este proceso estuvo acompañado, asimismo, de la formación de los primeros ejércitos permanentes en el s. XV, los cuales no dejaron de crecer en los siglos sucesivos. La espiral de conflictos bélicos internacionales alimentó el crecimiento y desarrollo del Estado moderno, y simultáneamente el fortalecimiento del poder de la corona.

 

En el transcurso de los s. XVI y XVII se produjo la formación y consolidación del Estado moderno, una forma de Estado que adoptó un carácter soberano y territorial. Los monarcas, en su concentración de poder, utilizaron sus crecientes instrumentos de dominación para liberarse de las dependencias internas que hasta entonces habían limitado su capacidad de acción. Este fortalecimiento de los reyes se llevó a cabo tanto contra la nobleza como contra elementos del pueblo llano. Esto explica las sucesivas guerrras internas que asolaron a diferentes reinos como Castilla y la rebelión de los comuneros; Francia con los hugonotes primero y la rebelión de la Fronde después, ya en el reinado de Luis XIV; o Inglaterra con las revoluciones inglesa y gloriosa como consecuencia del intento de los reyes Estuardo de implantar el absolutismo en el s. XVII.

 

Independientemente de la forma de gobierno adoptada en cada lugar, monarquía absoluta o parlamentarismo, el Estado adoptó un carácter soberano, es decir, en tanto autoridad política central se convirtió en el depositario formal del poder al no ser dependiente de ninguna otra autoridad a nivel interno y externo, de manera que sus decisiones, en la forma de leyes y otras disposiciones, fueron aplicadas a todos los habitantes de su territorio mediante el uso de la violencia. Por este motivo la soberanía suele definirse como la cualidad que dota a la entidad estatal de un poder originario, no dependiente ni interna ni externamente de otra autoridad, confiriéndole un derecho indiscutido a usar, si es necesario, la violencia.[2] La soberanía opera, entonces, como un principio ordenador de la vida social que establece el derecho a usar la violencia por parte de la autoridad política, y consecuentemente establece una distinción entre los ámbitos interno y externo en los que se desarrollan respectivamente la política doméstica y la política internacional. La soberanía tiene un carácter territorial al estar acotada geográficamente mediante unas fronteras políticas externas que definen el territorio en el que esta se ejerce.

 

La consolidación del Estado territorial y soberano o Estado moderno, así como el sistema de Estados moderno que emergió en Europa occidental y que posteriormente se extendió al resto del mundo, supuso, a su vez, la consolidación del principio de soberanía en el ámbito político e ideológico. A partir de entonces la organización de la sociedad comenzó a pensarse de acuerdo con el principio de soberanía y a quién le corresponde ejercerla. De esta forma, los debates teóricos y políticos giraron en torno a la organización de la sociedad en función de quién ostente la soberanía y, por tanto, ejerza el mando. Se trata de un debate acerca de las formas políticas que se extendió hasta el s. XX, pero que estuvo predominantemente marcado por este concepto político y jurídico.

 

La democracia directa reivindica la soberanía. Pero, en contraposición con el orden estatista en el que el depositario de la soberanía es el Estado, que es el que, en definitiva, ostenta el monopolio de la violencia legítima, la democracia directa plantea que sea la sociedad en su conjunto la que sea soberana a través de una asamblea popular. Esto significa que la soberanía, como cualidad jurídica provista de efectos políticos, debe residir en una asamblea popular. Así, la democracia directa propone una sociedad en la que la soberanía es transferida del Estado a este órgano político encargado de tomar las decisiones y de obligar a los integrantes de la comunidad a acatarlas, para lo que dispone de sus propios mecanismos de coerción. En este sentido, la violencia es el método organizativo que rige la vida social, lo que constata que no existe una diferencia sustancial entre la democracia directa y el Estado, pues ambas formas políticas utilizan la fuerza para aplicar sus decisiones.

 

La anarquía, por el contrario, propone un orden social fundado en la convivencia voluntaria, para lo que se basa en el principio de no agresión. Nadie tiene reconocido el derecho a coaccionar a ninguna persona, pero todas las personas tienen el derecho a ejercer la legítima defensa, tanto individual como colectivamente. En anarquía no existe ninguna institución u órgano decisorio que se proclame soberano y que ostente el monopolio de la violencia legítima, tal y como sucede en la democracia directa. Por el contrario, las normas que organizan la vida colectiva son adoptadas por los integrantes de la comunidad en un proceso de negociación en el que las diferentes partes llegan a un compromiso, de manera que la aplicación de dichas normas depende exclusivamente de quienes participan en ese proceso decisorio en el marco de una asamblea.

 

Lo anterior plantea la pregunta de si tiene sentido hablar de soberanía en el marco de la anarquía, al tratarse de un tipo de orden social en el que no existe un ente encargado de regular o supervisar las relaciones de los individuos y colectivos que forman la comunidad. Aunque en ámbitos anarquistas ha llegado a emplearse el concepto de soberanía, esto no es preciso. En este sentido, sí puede afirmarse que una determinada comunidad puede ser soberana en anarquía, pero únicamente en lo que respecta a sus relaciones exteriores. Esto quiere decir que la comunidad se reserva el derecho a utilizar la fuerza para repeler una agresión exterior y preservar sus propias normas internas. Sin embargo, tal y como se ha explicado antes, la soberanía no se circunscribe únicamente al ámbito de las relaciones exteriores que se puedan dar entre diferentes sociedades, sino que también incluye el ámbito interno de la sociedad en el que se desarrolla la política doméstica. Por esta razón es más adecuado hablar de autonomía en lugar de soberanía.

 

La anarquía plantea en el ámbito interno la ausencia de coacciones. La convivencia social se articula a través del libre pacto y la libre asociación. Esto significa que cada comunidad desarrolla sus propios mecanismos de defensa a nivel colectivo e individual para situaciones en las que alguien utiliza la coerción contra otra u otras personas. La seguridad es, en lo que a esto respecta, un asunto tanto de los individuos como de todos estos considerados colectivamente. Se trata del ámbito en el que se reserva el uso de la violencia con fines defensivos. De hecho, este planteamiento de la seguridad y defensa es el que en última instancia garantiza la preservación de la anarquía al impedir que aparezca una persona o grupo de personas que utilice la violencia contra los demás y se constituyan en un gobierno. Así, el uso de la violencia o de otro tipo de mecanismos defensivos se circunscribe a esas situaciones de agresión perpetradas contra personas y colectivos, de tal manera que quienes sufren la agresión ejercen su derecho de legítima defensa al mismo tiempo que el resto de la comunidad corre en su auxilio. En cualquier caso cada comunidad elige qué mecanismos utiliza y las consecuencias que se derivan de este tipo de situaciones, lo que suele concretarse en la administración de justicia conforme a las normas sociales y los acuerdos colectivos.

 

Así pues, tanto el individuo como los colectivos que conforman la sociedad son autónomos en anarquía. En función de los intereses de estos actores desarrollan sus propios acuerdos, convenios, normas, etc. En caso de desacuerdos, buscan sus propios mecanismos de arbitraje e intermediación para resolver estas diferencias, lo que contrasta con las sociedades estatistas en las que el Estado establece un cuerpo judicial que dirime como parte superior e impone coactivamente sus resoluciones conforme a sus propias leyes. La democracia directa, a través de una asamblea judicial, desarrolla el mismo procedimiento, lo que no se diferencia en nada sustancial de la actividad del Estado en el ámbito de la justicia. De hecho, la democracia directa desconoce las garantías procesales al convertir todo proceso judicial en un asunto político, a lo que se suma la ausencia de tribunales de apelación. Todo esto significa que los dictámenes de la asamblea judicial son parciales y que, además de ser obligatorios al estar respaldados por una fuerza armada, no pueden ser recurridos.

 

En el ámbito exterior, es decir, allí donde se producen las relaciones entre diferentes comunidades, la anarquía significa la ausencia de un ente regulador de sus interacciones, es decir, la ausencia de un gobierno nacional o de un gobierno mundial según la escala geográfica que se utilice. En este entorno las relaciones de personas y colectivos que se producen entre diferentes comunidades se desarrollan de manera independiente, voluntaria y sin impedimentos externos como los que podría imponer un gobierno de democracia directa o de otro tipo. Sin embargo, cada comunidad posee sus propias normas de convivencia interna, y eso la hace autónoma en relación con otras comunidades sin que nada de esto impida su cooperación o asociación a través de confederaciones, convenios bilaterales o multilaterales, alianzas, etc.

 

En anarquía cada comunidad se reserva el derecho a preservar sus propias normas, a decidirlas sin injerencias externas, lo que significa disponer de los medios de defensa precisos para impedir cualquier agresión procedente del exterior. En este sentido, la autonomía, es decir, la disposición de una norma propia, como el significado etimológico de este concepto indica, se defiende en última instancia mediante instrumentos de violencia para repeler las agresiones externas y los intentos de avasallamiento. En este tipo de situaciones es cuando los miembros de la comunidad se constituyen en pueblo en armas, y emplean todos sus medios de coerción para repeler el ataque y preservar su autonomía.

 

En cualquier caso la anarquía nunca contempla que una determinada comunidad emplee sus medios de coerción para someter a otra comunidad y avasallarla. Este tipo de situaciones contravienen el principio de no agresión que opera igualmente en las relaciones intercomunitarias. Por esta razón se reconoce a cada comunidad el derecho a defenderse y, consecuentemente, a tener sus propios medios de violencia para repeler posibles agresiones. Esto contrasta con la democracia directa que eventualmente puede originar este tipo de situaciones, pues bastaría con que una mayoría así lo decidiese en una asamblea y arrastrase a la minoría para emprender una campaña militar contra otra comunidad. La democracia directa no es incompatible con estos escenarios, sino que puede llegar a propiciarlos como ocurrió en la Antigüedad con la formación de colonias y el desencadenamiento de guerras, tal y como lo refleja el caso de Grecia. En anarquía este escenario sería muy improbable, pues nadie tiene reconocido el derecho a obligar a los demás a hacer algo que no quieren, de forma que quienes fuesen favorables a iniciar una agresión se quedarían solos y no podrían disponer de todos los recursos de la comunidad, lo que en última instancia les disuadiría de una iniciativa de este tipo.

 

Así pues, la anarquía constituye un tipo de organización social que favorece las relaciones pacíficas en el seno de la comunidad al basarse en el principio de no agresión, lo que hace posible el libre pacto y la libre asociación inherentes a una convivencia no forzada. La anarquía conlleva, entonces, la abolición de las relaciones de poder al no existir gobernantes y gobernados. Además de esto, la anarquía incentiva las relaciones pacíficas entre comunidades diferentes, pues establece el uso de la violencia únicamente para repeler agresiones. Por esta razón es más preciso hablar de autonomía en el marco de la anarquía y no de soberanía. Este concepto, por el contrario, tiene su origen y desarrollo en formas políticas autoritarias como los Estados. La democracia directa no escapa a la lógica del poder, pues constituye otra forma de gobierno que como tal contempla el uso de la violencia a nivel interno, entre gobernantes y gobernados, pero también a nivel externo con el desencadenamiento de guerras y acciones de conquista.

 

[1] Duncan, Jonathan, The dukes of Normandy, from the times of Rolls to the expulsion of king John, Londres, Joseph Rickerby, and Harvey & Darton, 1839, p. 290.

[2] Vallès, Josep M., Ciencia Política. Una introducción, Barcelona, Ariel, 2004, p. 161.