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La legitimidad es un concepto utilizado en la ciencia política para analizar la aceptación que un objeto político recibe en una determinada comunidad política, entendiendo por objeto político instituciones, decisiones, figuras públicas, normas, etc.[1] En el marco de la crítica a la democracia directa que aquí se desarrolla, la legitimidad permite aclarar en qué se basa la validez de este sistema de gobierno. La importancia de este aspecto radica en el hecho de que la fuente de legitimidad es la que determina en última instancia la validez de la forma en la que se organiza políticamente una comunidad.

 

Algo es legítimo en el ámbito político en la medida en que es coherente con el criterio en función del que una determinada sociedad determina que algo es aceptable. En el caso de la democracia directa, al tratarse de un sistema que propugna que el gobierno de la sociedad sea ejercido por quienes la conforman, la fuente de legitimidad es la propia sociedad. Esta idea, aunque moderna en cuanto a su desarrollo teórico y práctico a partir de la Ilustración, tiene sus antecedentes en la obra Defensor pacis de Marsilio de Padua, quien considera que el pueblo es la única fuente legítima de la autoridad política. Así, según Marsilio de Padua, al pueblo le corresponde hacer las leyes por sí mismo o a través de representantes electos, y es  este el que se encarga de elegir, corregir y, si es necesario, deponer al gobierno.[2] Por este motivo, puede decirse que Marsilio de Padua fue un precursor medieval de la teoría de la soberanía popular que finalmente fue pergeñada de un modo sistemático en el s. XVIII.

 

La democracia directa hace suyo el principio de soberanía popular, lo que significa que únicamente es legítima aquella organización política de la comunidad en la que las decisiones dependen en primera y última instancia de la voluntad popular. Sin embargo, esto dice más bien poco, pues no aclara el modo legítimo en el que se configura dicha voluntad, lo que conduce a examinar las cuestiones procedimentales que contempla este tipo de sistema político. No hay que olvidar que la democracia directa implica la obligatoriedad de las decisiones tomadas en la asamblea, para lo cual existen los correspondientes instrumentos de coerción. Por este motivo, la cuestión de la legitimidad en este tipo de sistema no se circunscribe únicamente a la organización política del conjunto de la sociedad en un nivel abstracto, sino que repercute en el modo en el que se toman las decisiones y, por tanto, en cómo se ejerce el poder.

 

La democracia se rige por el principio de las mayorías en el proceso decisorio. Así pues, las decisiones políticas son legítimas en la medida en que obedecen a este principio, pues la voluntad de la mayoría es la que configura la voluntad general, y la voluntad general siempre tiene razón. Esta idea se basa en la premisa de que el conjunto del pueblo es intelectual y emocionalmente superior a cualquiera de sus partes constitutivas, por lo que únicamente de su elección pueden producirse las mejores decisiones y, por consiguiente, las mejores normas. Por tanto, cuando la opinión de un individuo manifestada con su voto es contraria a la de la mayoría simplemente refleja que estaba equivocado.[3]

 

El hecho de que se considere que la voluntad general siempre tiene razón legitima la obligatoriedad de las decisiones adoptadas por la mayoría, de manera que nadie tiene el derecho a resistirse a la voluntad general. Todo esto legitima el ejercicio del poder, es decir, los instrumentos coercitivos y las medidas dirigidas a hacer cumplir la voluntad general. Así es como se legitima todo un sistema de coacciones y represiones que es ejercido contra quienes desafían la voluntad general. En la práctica significa asumir el monopolio de la violencia legítima, de manera que únicamente la asamblea popular soberana es la que tiene el derecho reconocido a utilizar la violencia para ejecutar sus decisiones, pudiendo aplicarla contra quienes estime oportuno, ya sea de manera directa o indirecta bajo su autorización expresa. Esto supone, al mismo tiempo, que cualquier otro tipo de violencia que no esté sancionada por la asamblea es ilegítima, lo que implica, como se acaba de explicar, que nadie tiene el derecho a resistirse a la aplicación de las decisiones de la asamblea.

 

La comunidad política es una realidad unitaria e indivisible, un todo superior a la suma de las partes que lo constituyen. El individuo no posee derechos frente a la comunidad, y sólo cuenta en el momento en el que participa en la formación de la voluntad general por medio de su voto. Con su participación legitima la voluntad general incluso cuando su voluntad particular no coincide con la voluntad general. Esto se debe a que el ciudadano concede su aprobación al resultado de una votación y no a un contenido concreto. A esto cabe sumar que la voluntad general expresa, asimismo, el bien común, lo que en el marco de la democracia directa constituye un valor absoluto cuya preservación está inexorablemente unida a la de la propia comunidad.

 

La legitimidad de la democracia directa reside en la identificación que establece entre la libertad y el poder, asunto del que ya se ha hablado en otro lugar,[4] lo que da lugar a una línea argumental que puede plantearse desde el lado del poder o del de la libertad, pero que conduce a las mismas conclusiones. En el primero de estos argumentos, el poder es relacionado con la idea de bien común, lo que permite determinar cuándo el poder es legítimo y cuándo no lo es. En el segundo argumento, el poder es relacionado con la idea de libertad, lo que permite determinar en qué tipo de sistema político la libertad es realizada y en cuáles no lo es.

 

Así, el primero de estos argumentos afirma que no hay ningún poder que sea legítimo salvo el ejercido directamente por el pueblo soberano. Todas las demás formas políticas son ilegítimas debido a que el poder lo ejercen sujetos distintos del pueblo, ya se trate de un monarca, una oligarquía, un tirano, una aristocracia, etc. Cuando el poder no lo ejerce el pueblo es opresión y usurpación, pues este es utilizado en provecho de unos pocos que imponen sus intereses al resto, de ahí que sea ilegítimo. Mientras que cuando el poder es ejercido por el pueblo, este adopta un carácter benévolo porque es utilizado en beneficio del propio pueblo, es decir, del bien común que es expresado por la voluntad general. A esto se suma lo ya explicado antes, el pueblo es intelectualmente superior, de forma que el poder es ejercido de un modo justo y razonable, pues la voluntad general nunca se equivoca.

 

El otro argumento está relacionado con la concepción de la libertad que subyace al régimen de democracia directa. Así, desde la perspectiva de este sistema político la libertad consiste en que el individuo obedezca las leyes que él mismo se ha dado a través de su participación política en la asamblea popular soberana, que es el ámbito en el que reside el poder. De esta forma, se da una identificación entre el poder y la libertad cuando el primero es ejercido por el pueblo soberano, de lo que se deriva, a su vez, la legitimidad de este sistema político. En ningún otro régimen es posible la realización de la libertad, pues en todos ellos algún actor particular distinto del pueblo la usurpa, lo que les hace a todos ellos sistemas ilegítimos.

 

En el fondo de todo lo explicado hasta ahora se encuentra una idea subyacente que es central en lo que respecta a la democracia directa como un sistema de gobierno que se presenta como legítimo. Esta idea es que el poder constituye una realidad natural, entendiendo por poder una fuerza coactiva que obliga al individuo y a las minorías a acatar las decisiones de la mayoría; y entendiendo por natural todo aquello que preexiste al ser humano y está más allá de su voluntad. Por tanto, el poder es natural en la medida en que es inevitable y que, por tanto, de un modo u otro siempre existirá algún tipo de autoridad política que ostente los instrumentos de coerción con los que forzar la voluntad de las personas. La democracia directa simplemente es el sistema político legítimo en el que el poder, a diferencia de los restantes regímenes, es bueno al ser ejercido por el pueblo, sin intermediarios, pues es utilizado en beneficio de la colectividad. Y al mismo tiempo el poder es positivo en la democracia directa porque es la forma en la que el pueblo es libre.

 

La idea de que el poder es algo natural está asentada en una visión de la realidad social y política que presupone la existencia de un orden natural. La teoría política de la democracia directa asume esta perspectiva, tal y como lo refleja el pensamiento de Rousseau. Así, el objetivo de la democracia es restablecer dicho orden natural que es considerado armonioso y benévolo, en el que el poder ocupa un lugar central en las relaciones sociales al permitir la realización tanto de la libertad como del bien común. La democracia tiene, entonces, un carácter transformador al aspirar a cambiar el orden social y político, pero también al individuo, lo que hace que asuma un carácter mesiánico.[5] Unido a esto, la democracia directa establece una relación de identidad entre el poder y el pueblo, de manera que la sociedad es la depositaria de todo el poder que pasa a residir en ella de manera exclusiva y que lo ejerce de forma directa.

 

En el sistema de democracia directa la fuente de legitimidad es el pueblo reunido en asamblea, y más concretamente las mayorías que configuran la voluntad general. En este sentido las mayorías soberanas son, a su vez, fuente de legitimidad, de manera que sus decisiones son válidas. Estas decisiones toman la forma de leyes, reglamentos, mandatos, etc., que son todos ellos legítmos no por su contenido, sino por quién los ha producido. De esta forma, las mayorías determinan lo que es justo e injusto y, por tanto, aquello que es legítimo e ilegítimo. Esto es lo que permite a la asamblea popular justificar su intervención en todas las relaciones sociales para determinar en cada caso lo que es justo e injusto, y que sus decisiones sean válidas en lo que a esto respecta.

 

La anarquía se basa en el principio de no agresión, o también conocido como no coerción, lo que significa que nadie tiene reconocido el derecho a coaccionar a los demás. Esta idea se fundamenta en la concepción de libertad negativa que inspira a este modelo político. La libertad como ausencia de coacción y, por tanto, como la ausencia de injerencias externas e impedimentos en las relaciones de las personas. Desde esta perspectiva ninguna forma de poder, entendida como la regulación y control coactivos de las relaciones sociales, es legítima, independientemente de quién ejerza el poder, sea este el pueblo, un monarca, una oligarquía, un individuo, etc.

 

La libertad en sí misma constituye una idea ética para el anarquismo al ser considerada un elemento definitorio de la condición humana, con lo que el uso de la fuerza en las relaciones sociales es considerado un atentado contra la dignidad de las personas, contra aquello que las hace específicamente humanas. Por esta razón se argumenta que el poder tiene unas consecuencias deshumanizadoras, pues degrada tanto a quienes lo ejercen como a quienes lo padecen. Se trata, por tanto, de un atentado contra la integridad moral de las personas que se ven privadas de elegir sus propios fines, su estilo de vida y el tipo de relaciones que desean establecer con los demás.

 

En anarquía son legítimas aquellas interacciones y formas de organización social que se basan en la cooperación voluntaria, que excluyen la coacción, y que se articulan en multitud de ámbitos diferentes. En este sentido, la política no constituye el principal plano de la existencia humana al que se le subordinan todos los demás, sino que es uno más. Esto hace que las interacciones sociales y las formas de organización basadas en la fuerza no sean legítimas, como tampoco es legítimo un sistema político que establece una convivencia social forzada, tal y como sucede con la democracia directa.

 

La idea de la libertad en el anarquismo es también una idea ética porque refleja una concepción específica de la justicia. Esta concepción consiste en la asociación voluntaria. Contrariamente al sistema democrático, en el que una mayoría soberana determina lo que constituye el derecho a través de la aprobación de leyes y estatutos para definir lo que es justo, en anarquía son las normas sociales desarrolladas a lo largo del tiempo por los diferentes grupos sociales en una comunidad las que definen el derecho y la justicia.[6] Así, lo justo e injusto y, por tanto, lo que es legítimo e ilegítimo, depende de las relaciones sociales que se producen entre individuos y grupos sociales en unas condiciones de libertad negativa, es decir, de ausencia de coacción, y de acuerdo a una serie de normas socialmente aceptadas que generalmente no están escritas en ninguna parte. De este modo, se excluye la intervención de terceras partes (tribunales, asambleas, etc.) para determinar qué es la justicia y, por tanto, qué es legítimo. Las personas son, en definitiva, las que a través de sus relaciones y de las normas que las conducen las que determinan qué es justo y legítimo, y qué no lo es.

 

Así pues, lo justo y legítimo no dependen de una autoridad encargada de sancionar estos principios en la forma de leyes, reglamentos, estatutos, etc., sino que el contexto específico en el que se desarrollan las relaciones sociales es el que contribuye a definir su contenido. Por esta razón existe una pluralidad de justicias, como también de normas sociales que organizan las relaciones sociales. El contexto histórico, geográfico y cultural, así como el ámbito concreto en el que se producen las interacciones sociales, es el que moldea las normas de una comunidad y el sentido de justicia de esta. Algo es justo y legítimo porque las personas que forman parte de una determinada comunidad así lo reconocen de acuerdo con los condicionantes antes mencionados, y no por que una autoridad que se arroga soberana, como es la asamblea popular de la democracia directa, lo imponga por decreto.

 

[1] Gilley, Bruce, “Legitimacy”, en Kurian, George T. (Ed.), The Encyclopedia of Political Science, Washington DC, CQ Press, 2011, Vol. 3, pp. 946-947.

[2] Gewirth, Alan, “Marsilius of Padua”, en Edwards, Paul (Ed.), The Encyclopedia of Philosophy, Nueva York, Macmillan, 1967, Vol. 5, pp. 166-168.

[3] Rousseau, Jean-Jacques, El contrato social, Barcelona, Altaya, 1993.

[4]Crítica a la democracia directa (II): la libertad”.

[5] Esta idea está extensamente desarrollada en Talmon, Jacob L., Los orígenes de la democracia totalitaria, México, Aguilar, 1956.

[6] Reichert, W. O., “Natural Right in the Political Philosophy of Joseph-Pierre Proudhon”, en Holterman, Thom y Henc van Maarseveen (Eds.), Law and Anarchism, Montréal, Black Rose Books, 1984, pp. 122-140.