En el presente artículo se pretende demostrar que la democracia directa presenta unas características que hacen de ella un sistema totalitario. Aunque este argumento ya ha sido expuesto con anterioridad,[1] lo que se persigue en esta ocasión es llevar a cabo una labor de síntesis que concrete esa naturaleza totalitaria de la democracia directa. Para esta tarea es necesario determinar con claridad los rasgos que definen a un sistema totalitario para identificar su correspondencia con la democracia directa.
El origen del concepto de totalitario, en referencia al establecimiento de un Estado totalitario, erróneamente se ha atribuido a Benito Mussolini, quien aspiraba a implantar un Estado de esta naturaleza. Sin embargo, este término fue empleado antes por los antifascistas italianos, siendo Giovanni Amendola el probable creador de esta palabra en 1923 al describir que el fascismo estaba imbuido de un espíritu totalitario al utilizar la violencia para imponer su ideología como una suerte de credo obligatorio para todos los italianos. Posteriormente, el antifascista marxista Lelio Basso utilizó el término totalitarismo por primera vez para describir al Estado fascista.[2] A pesar de que Mussolini reivindicó gustosamente el término de totalitario, existen discrepancias acerca de si realmente consiguió implantar un Estado totalitario, al menos si su régimen fascista se compara con el nazi o con el estalinismo donde el Estado sí alcanzó una virtual omnipresencia en la vida del individuo, mientras que el fascismo italiano dejó algunos ámbitos de la vida al margen de la intervención del Estado.[3]
De lo que no cabe duda es de que cualquier sistema totalitario se caracteriza por el control de todas las esferas de la existencia humana, pues no existe una limitación del poder político al no reconocerse la existencia de derechos y libertades individuales frente a la comunidad política. Su ámbito de actuación es ilimitado, lo que significa disponer del derecho a intervenir en cualquier asunto de la vida humana. Así pues, el hecho de que no existan límites para el poder político es lo que conduce a la postre a un control total de la población. Además, cabe subrayar que esta ausencia de límites constituye un rasgo fundamental, porque conlleva la politización de todos los ámbitos y, por tanto, su sometimiento a la dinámica de amigo-enemigo inherente a lo político.[4] Se está con el régimen y los dictados que este establece en la forma de leyes, decretos y demás mandatos, o se está en contra y, por consiguiente, se es un enemigo existencial del mismo.
La omnipresencia de lo político no es una casualidad en los sistemas totalitarios, pues ello se debe a que hacen de la esfera política el principal plano de la existencia humana. Esto se debe a que estos sistemas están imbuidos de alguna ideología que plantea la superación de todas las contradicciones sociales mediante la realización de una verdad política. Esta verdad tiene, asimismo, una dimensión moral que dicta el modo de ser, pensar, vivir y sentir de las personas que constituyen la comunidad política, y hacia la que debe tender el conjunto de la sociedad. Se trata, por decirlo de alguna manera, de una verdad moral, y como tal es la única válida. Como rápidamente puede inferirse, esto significa la imposición de una concepción sustantiva de la vida buena o, dicho de otra forma, la determinación del único estilo de vida aceptable en la sociedad, lo que excluye que el individuo pueda buscar su propio ideal de vida y, por tanto, vivir su vida como mejor le parezca. Así es como en este tipo de regímenes el poder político determina los intereses, gustos y preferencias de los individuos, y lamina cualquier pluralidad mediante la supresión de cualesquiera otros modos de vida. La libertad es entendida, entonces, como la consecución de esa verdad política y moral a la que necesariamente tiende la realidad, lo que justifica la represión de cualquier desviación de ese fin último que ha de plasmarse en un nuevo orden social.[5] Toda forma de totalitarismo persigue la homogeneidad social como condición necesaria para la realización de su verdad política, por lo que la heterogeneidad y pluralidad son proscritas y reprimidas.
Los totalitarismos asumen que el individuo se realiza a sí mismo no como individuo, sino como miembro de una comunidad por medio de su participación en la política. Una realización que conlleva, por tanto, su politización y, con ello, su implicación en la cosa pública a través de los cauces establecidos por el propio régimen. En este sentido, el individuo carece de vida propia, de una existencia fuera del plano político en la que desarrollar sus propios intereses y una vida particular. Todo esto le está vetado porque constituye una amenaza el que en el seno de la comunidad existan intereses diferentes, ya que atenta contra la igualdad sustantiva a la que aspira este tipo de sistema a través de una identidad política común y uniforme para todos los miembros de la sociedad. Por tanto, la vida del individuo está volcada completamente en la cosa pública para la realización exitosa de esa verdad política que moviliza a la sociedad, y que constituye una idea motriz que, como expresión de voluntad, es representada como un futuro esplendoroso.
En la medida en que la verdad política de todo sistema totalitario representa un bien y, por ende, un valor absoluto que debe ser protegido a toda costa y al que debe tender la sociedad, es legítimo el uso de la violencia contra quienes se resistan a seguir el curso de la historia en la realización exitosa de ese orden social y moral que representa dicha verdad. Todo esto entraña, por un lado, la existencia de una suerte de vanguardia revolucionaria, de élite rectora, que no sólo moviliza a la población, sino que se encarga de dirigirla hacia ese nuevo orden que se aspira a construir. Se trata de un grupo dirigente dotado de un conocimiento superior de la realidad, lo que supuestamente le faculta para desempeñar ese rol directivo y, también, ejercer la represión contra quienes no estén de acuerdo con su verdad política y constituyan un obstáculo para su realización exitosa.
Como consecuencia de lo anterior, la violencia constituye un elemento fundamental para todo sistema totalitario al estar justificado su uso como método de organización de la sociedad de cara a la materialización de la verdad política del régimen. Debido a esto, todo totalitarismo entraña una elevada concentración y centralización del poder en la medida en que este es considerado un instrumento necesario para construir el orden social que refleje ese fin absoluto al que supuestamente tiende la realidad. Todo esto se concreta en la concentración de los tres poderes que conforman el poder político (ejecutivo, legislativo y judicial) en un mismo organismo central.
Contrariamente a la idea extendida de que los totalitarismos necesariamente emergen en un marco político estatista, lo que aquí se plantea es justamente que el Estado no es una condición estrictamente necesaria para la formación de un sistema de estas características. La democracia directa es un claro ejemplo en lo que a esto respecta, tal y como se expone más abajo. Así, todos los totalitarismos comparten en mayor o menor medida las características antes señaladas: primacía de la comunidad sobre el individuo; soberanía ilimitada por la que el poder político está facultado para intervenir en todas las esferas de la vida de las personas, lo que está unido a la ausencia de derechos y libertades individuales frente a la comunidad; existencia de una ideología que plantea la consecución de una determinada verdad política que constituye un fin absoluto para la comunidad; una moral social que proscribe estilos de vida alternativos al del oficialmente establecido; la represión y anulación de toda forma de heterogeneidad social; la concentración y centralización del poder; y la violencia como método organizativo de la sociedad, lo que se concreta en una convivencia social forzada.
La democracia directa contempla una organización política en la que la asamblea popular ostenta una soberanía ilimitada, pues el individuo no posee ningún tipo de derecho frente a la comunidad que pueda limitar el poder de esta. Todo esto parte de una concepción unitarista y centralizadora de la comunidad política que Rousseau se encargó de formular con claridad al señalar que “cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y recibimos en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo”.[6]
Así pues, la ausencia de derechos individuales que limiten el ámbito de actuación de la comunidad política se combina con el principio de soberanía. Este principio, que tiene sus orígenes en la teología, fue adoptado por los monarcas medievales con la finalidad de establecerse como la autoridad suprema en sus respectivos reinos e implantar lo que posteriormente ha sido conocido como absolutismo. Como consecuencia del desarrollo de este concepto en el derecho político se define como un poder originario, no dependiente ni externa ni internamente de ningún otro poder, de forma que quien ostenta la soberanía posee un derecho indiscutido a utilizar, si es necesario, la violencia para hacer cumplir sus decisiones en un determinado espacio geográfico que reivindica como propio.[7]
La soberanía, por tanto, implica la obligatoriedad de las decisiones adoptadas por el órgano que ostenta el poder político, lo que en el contexto de una democracia directa se concreta en la asamblea popular. De esta forma, las personas pueden ser obligadas a acatar estas decisiones si no están de acuerdo con ellas. Rousseau lo expresa claramente como sigue: “De igual modo que la Naturaleza otorga a cada hombre un poder absoluto sobre sus miembros, el pacto social otorga al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos, y este mismo poder dirigido por la voluntad general, lleva el nombre de soberanía”.[8] Consecuentemente, “quien se niegue a obedecer la voluntad general será obligado por todo el cuerpo”.[9] El resultado de todo esto es una convivencia social forzada y la anulación de la autonomía del individuo.
De lo anterior se desprende claramente que la asamblea popular soberana disfruta de un poder omnímodo al carecer de limitaciones y frenos. Este es un rasgo propio de los sistemas totalitarios que no admiten oposición ni resistencia, pues persiguen la completa sumisión del individuo. De hecho, la democracia directa es hostil a cualquier forma de autonomía individual, pues como el propio Rousseau explica en su obra, todos los derechos naturales del individuo son alienados y transferidos a la comunidad política.[10] El individuo es anulado completamente de forma que no tiene ningún derecho a resistirse a los mandatos de la voluntad general que se forma en la asamblea popular. Esto se ve reforzado, además, por otro argumento que no debe pasarse por alto, y es que la voluntad general siempre tiene razón, lo que se fundamenta en la creencia, ya avanzada en su momento por Marsilio de Padua en la Edad Media, de que la inteligencia del colectivo es superior a la del individuo.[11] Por el contrario, el individuo sí puede equivocarse cuando su voto contradice al de la voluntad general. Se trata de una disociación entre comunidad e individuo difícil de articular coherentemente, pues toda comunidad está compuesta por individuos, y si estos individuos pueden equivocarse, no hay ninguna razón para pensar que las decisiones colectivas tengan que ser necesariamente correctas.
La primacía de la comunidad sobre el individuo es, a tenor de lo explicado antes, una característica definitoria de la democracia directa en la medida en que constituye un valor absoluto y, por tanto, un bien que es preciso preservar. En este sentido, la democracia directa no sólo anula al individuo, sino que persigue eliminar toda heterogeneidad y pluralidad social al asumir un modelo de sociedad homogénea fundado en una igualdad sustantiva. Esta igualdad sustantiva se fundamenta en una identidad política colectiva que constituye la base para que exista un interés común que sirva para expresar la voluntad general. Esta igualdad se circunscribe únicamente a un determinado sector de la sociedad que presenta unas características idénticas en un ámbito concreto, lo que implica que los derechos políticos se limiten a esta parte de la población.[12]
Así pues, la democracia directa persigue la homogeneidad y reprime la heterogeneidad, al igual que todos los regímenes totalitarios. Esto no se circunscribe al establecimiento de una identidad política común y a la primacía de la comunidad sobre el individuo, sino que también se plasma en el plano moral a través de la imposición de lo que se supone que es una buena vida. En lo que a esto se refiere, el republicanismo, como ideología de amplio espectro que incluye la democracia directa, promueve un determinado estilo de vida que es considerado el correcto por tratarse de una verdad moral universalmente válida. El propio Rousseau hizo su contribución en este sentido al abordar la cuestión de la educación y la promoción de una virtud cívica entre los miembros de la comunidad.[13] Todo esto se inscribe en el marco de un proyecto de transformación no sólo de las estructuras sociales, sino de la persona misma para la realización exitosa de un orden social que materializa una determinada verdad moral. No sin razón, Jacob Talmon calificó el proyecto político de Rousseau de democracia totalitaria, además de ser una expresión de mesianismo político.[14]
El carácter revolucionario de la democracia directa está asociado a esa voluntad transformadora del ser humano, lo que está unido no sólo al mesianismo que le impregna, sino también a un profundo descontento con una realidad al no corresponderse con la verdad política que debe organizar la vida de la sociedad. De esta forma, la política se convierte en el principal plano de la existencia al que quedan subordinados todos los demás ámbitos. Su importancia radica a que es en ese ámbito en el que se realiza el individuo en última instancia, donde se encuentra a sí mismo con la materialización de ese ideal absoluto al que debe tender tanto el individuo como la sociedad en su conjunto. La política es ese espacio en el que se ejerce la voluntad, en donde la libertad se materializa a través del ejercicio del poder con el que la realidad es transformada y ajustada al ideal absoluto que se aspira a realizar.[15]
En la medida en que la libertad es identificada con el poder, el cual se expresa a través de la voluntad general, este pasa a convertirse en un fin en sí mismo, lo que encuentra en la verdad política la coartada que justifica ese fenómeno. Más poder significa más instrumentos para conseguir la materialización de dicho absoluto. La dinámica resultante es la concentración del poder en una asamblea investida de soberanía que desencadena una actividad expansiva en el terreno legislativo y ejecutivo con toda clase de mandatos, de instrumentos de control, supervisión y fiscalización. De este modo, se instituye un leviatán que centraliza la vida social y la somete a sus dictados a través de su permanente intervención en todas las esferas de la vida humana. En este sentido, la democracia directa no se diferencia en nada sustancial del resto de sistemas totalitarios al ser otro ejemplo más del crecimiento natural e ilimitado del poder y la laminación de toda oposición o resistencia.
La democracia directa, por tanto, constituye una variante específica de los sistemas totalitarios, y demuestra que el totalitarismo no necesariamente requiere la existencia de un partido-Estado todopoderoso, sino que las distopías totalitarias también pueden producirse en ausencia de Estado. Al menos esto es lo que se infiere a partir de las ideas de los principales teóricos de la democracia directa y las consecuencias que se infieren directamente de ellas, máxime si se constatan las semejanzas que presentan con los restantes sistemas totalitarios.
Asimismo, la democracia directa, en contra de lo postulado por sus defensores contemporáneos, entraña la existencia de jerarquías sociales que se forman en el contexto de las luchas políticas entre distintas facciones en el seno de la asamblea.[16] A esto cabe añadir, además, la reproducción de las relaciones de dominación entre gobernantes y gobernados en la medida en que se trata de un sistema de gobierno de las mayorías. En última instancia, al igual que en otras formas políticas totalitarias, se mantienen las relaciones de poder que, al menos en este caso, se desenvuelven en un contexto diferente, pero produciendo el mismo tipo de efectos que las restantes distopías totalitarias.
[2] Hassner, Pierre, “Totalitarianism”, en Bertrand Badie (Ed.), International Encyclopedia of Political Science, Londres, Sage, 2011, Vol. 8, pp. 2633-2636. Gentile, Emilio, “Totalitarian Regimes”, en Bertrand Badie (Ed.), International Encyclopedia of Political Science, Londres, Sage, 2011, Vol. 8, pp. 2627-2633.
[3] Lyttelton, Adrian, The Seizure of Power: Fascism in Italy, 1919-1929, Princeton, Princeton University Press, 1987, p. 1.
[4] Schmitt, Carl, El concepto de lo político, Madrid, Alianza, 2005.
[5] Bea, Frank, The Blackwell Dictionary of Political Science, Oxford, Blackwell Publishers, 1999, pp. 322-323.
[6] Citado en Sabine, George H., Historia de la teoría política, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 448.
[7] Vallès, Josep M., Ciencia política. Una introducción. Barcelona, Ariel, 2004, p. 161. Ver también: Hinsley, Francis H., Sovereignty, Cambridge, Cambridge University Press, 1986, pp. 1, 26. Giddens, Anthony, The Nation-State and Violence, Cambridge, Polity, 1989, pp. 281-282. Benn, Stanley, “Sovereignty”, en Paul Edwards (Ed.), The Encyclopedia of Philosophy, Nueva York, MacMillan, 1967, Vol. 7/8, pp. 501-505.
[8] Rousseau, Jean-Jacques, El contrato social, Barcelona, Altaya, 1993, p. 30.
[9] Ibidem, pp. 18-19.
[10] Bobbio, Norberto y Michelangelo Bovero, Sociedad y Estado en la filosofía moderna. El modelo iusnaturalista y el modelo hegeliano-marxiano, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, pp. 102-103.
[11] Gewirth, Alan, “Marsilius of Padua”, en Paul Edwards (Ed.), The Encyclopedia of Philosophy, Nueva York, Macmillan, 1967, Vol. 5, pp. 166-168.
[12] Schmitt, Carl, Sobre el parlamentarismo, Madrid, Tecnos, 1990. Idem, Teoría de la constitución, Madrid, Alianza, 1996.
[13] Rousseau, Jean-Jacques, Emilio o De la educación, Madrid, Alianza, 1990.
[14] Talmon, Jacob, Los orígenes de la democracia totalitaria, México, Aguilar, 1956. Idem, Political Messianism: The Romantic Phase, Nueva York, Frederick A. Praeger, 1960.